Archivo mensual: noviembre 2012

Bienvenidos a Sevilla, bastardos

Pocas veces quince segundos dijeron tanto de un partido de fútbol, de una rivalidad tan histórica como desigual. Una semana de preparación, una espectacular previa en los alrededores del estadio y el ambiente que se merece el templo del fútbol sevillano. A eso súmenle, estimados lectores, un rival mediocre. Todo eso confluye en el inicio del encuentro, hasta el punto de propiciar que el equipo visitante tenga la primera posesión del choque y en lo que tarda un viejete en presignarse ya haya encajado el primero. Porque sacaron y fueron para atrás. ¿Dónde iban a ir? ¿A atacarnos? Retrocedieron un poco más. Tanto, que la bola le llegó a su porteraco anónimo. Falto de calidad, carisma y confianza, cuando percibió que sus propios excrementos, en estado líquido, le corrían por la pierna, sólo pudo desentenderse del esférico para intentar adecentarse un poco. Porque ya me dirán cómo queda eso. Un portero malo e incapaz de controlar sus propios esfínteres, cagado en mitad del césped. Con tantas cámaras. Encima, el balón del que se había deshecho no tiene otra cosa que hacer que ir a parar a la bota de José Antonio Reyes. Dicen que el porteraco regala el gol. Sí, pero no. Que Reyes no es que se encontrase la puerta vacía, sino que define alojándola en la escuadra, haciéndola imparable. Y ya está, quince segundos. El gol más rápido de nuestra historia. Algo que ejemplariza a la perfección la premisa que defendíamos en esta casa: más allá de los jugadores elegidos, los sistemas tácticos y cualquier otro aspecto técnico, estos partidos sólo se ganan de una forma. Saliendo con el cuchillo entre los dientesSigue leyendo

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Con el cuchillo entre los dientes

Vaya por delante una de las pequeñas interioridades que tiene todo vestuario. Al menos, una de las que tenía el nuestro cuando era eso, un equipo. Once notas, o catorce, o los que fueran, con la sana intención de reventar al rival que tuviese delante. Bien físicamente, bien futbolísticamente, o hibridando ambas. No podemos asegurarlo con total certeza, pero dejaríamos que un mono drogado nos disparase a ciegas si el autor de la frase que titula este humilde artículo no fue acuñada por don Joaquín Caparrós. Sea como fuere, de lo que sí tenemos pleno conocimiento es de que se continuó utilizando tras la marcha del utrerano. Tanto, que era grabada a fuego en la mentalidad de los recién llegados. Había gente que se encargaba de eso. Así, no era extraño escuchar a tipos que representaban a las selecciones de Italia, Brasil o Malí repitiendo la consigna. Porque, más allá de un sistema de juego o alguna mamonada similar, lo del cuchillo entre los dientes era una actitud vital. Había partidos que tenían que ser ganados, sencillamente. Con suficiencia o sufriendo, pero había que imponerse al rival. Y daba igual que Europa se rindiera a nuestros pies, que de cara a la opinión pública se dijese que las rivalidades domésticas habían quedado en el olvido. En parte era cierto, pero repetimos. Había gente dentro del club que se encargaba de poner de manifiesto una cosa. El derbi había que ganarlo. Y punto.  Sigue leyendo

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¡Viva la muerte! (y II)

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de aquí) En lo que quedaba de temporada Caparrós sabía lo que tocaba. Hacer un Jenofonte. Ya no éramos el “tapado” de la categoría sino el rival a batir. Todos iban a ir contra nosotros, en especial el Atlético de Madrid, que no terminaba de arrancar y que, con la prensa mesetaria a su servicio, nos torpedearía todo lo posible. Había que volver a casa haciendo de la unidad, el trabajo, la capacidad de sufrimiento y la disciplina la única bandera. Todos los efectivos debían estar implicados al 100%, si había alguna baja, y da escalofríos repasar la temporada y comprobar la cantidad de ausencias que había cada jornada especialmente por sanciones, el que saliera debía hacerlo igual o mejor que el ausente. No importaba que se contara con jugadores jóvenes con nula experiencia a máximo nivel, de eso ya se ocupaba Caparrós. Como dijo el ateniense de los cojones en Persia, y Caparrós le diría a sus pupilos en la concentración navideña en Isla Canela, “la salvación está sólo en la victoria”. A esas alturas de año, yo empecé a llevar al perro al parque sin necesidad de tomar nada. Sigue leyendo

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¡Viva la muerte! (I)

Nota de la redacción: Continuamos con las aventuras de don Joaquín Caparrós. Esta segunda entrega, debido a la insania desenfrenada de nuestro corresponsal, es demasiado extensa para ser publicada de una vez. Por tanto, la dividimos en dos partes. Esperemos que no se nos líen.

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de la primera parte) Siempre quise morir así. Diez de agosto, día de San Lorenzo, un pueblecito de Extremadura o Castilla La Vieja. Un toro de la ganadería del Duque de Veragua, cárdeno claro, bragao, meano y bocinero, 578 kilos, de nombre “Navajazos”, tras haber recibido ocho picas y cobrado la vida de cinco caballos, en la suerte suprema, entrando a matar al volapié me engancha la pierna derecha con su pitón izquierdo para, mientras yo le doy muerte con una certera estocada, él dármela a mí destrozándome con su embestida la arteria femoral. En la plaza no hay enfermería y el pueblo es de esos donde las inyecciones las pone el barbero. Trasladado al casino, soy acomodado en una mesa de billar en la que el cirujano-barbero hace lo que humanamente está en su mano. Con una inclinación de ojos da a entender a mi apoderado que no hay nada que rascar. Me mira, entiendo la situación y hago llamar a la cuadrilla, que espera en la sala vecina. Entran todos cabizbajos mientras doy las últimas disposiciones a mi mozo de espadas. Mi casa de la calle Monsalves, para mi santa madre. El cortijo que tengo a las afueras de Sevilla, cerca del camino de Córdoba, en una zona de huertas feraces, llamada, por mal nombre, de Pino Montano, para mi señora. Y para mi quería, el monto íntegro de mis diez últimos contratos. A ver si ese dinero puede servir para que no vuelva a la mala vida en la que la encontré. Con el semblante ceniciento del sudario que ya me aguarda, principio a despedirme de mis hombres. El último es Manolito, el picaor, mariconcito él y hombre cabal de arriba a abajo, que no puede reprimir dos lágrimas como dos cocos que le caen por sus carrillos de buen comer. Con Dios, Manuel. Siempre nos quedará la botella de anís del Mono en aquella fonda de Navalmoral de la Mata, de lo que ya quedas tú solo como mudo testigo. Entonces el mozo de espadas, siempre serio, con su traje negro y su camisa blanca abierta sobre el pecho dejando ver cadenas y relicarios dorados, dirigiendo al cielo raso su rostro cetrino surcado de cicatrices de novillero sin suerte, me coge la mano, siento en la espalda el frío de mil amaneceres de enero, y acabo susurrándole al oído, como últimas palabras, “qué disgusto más grande se va a llevar mi madre cuando se entere”.

¿Hay final más grande para un tío, me cago en Dios? Pues en lugar de eso nací ochenta años tarde en un mundo de abstemios, no fumadores, ecologistas y maricones, y aquí me tienen. Escribiendo barrabasadas y destinado a una muerte vulgar y corriente. Al menos espero que sea violenta. Prefiero morir gratis y al aire libre; no entre cuatro paredes torturado por médicos, especialistas y parientes pidiendo a gritos el derecho a la eutanasia en vista del facturón que se les viene encima. Llevo dándole vueltas a la mejor y más honorable manera de palmar desde los cuatro años, lo que no implica que esté loco. Al contrario, tarados son los que se emperran en darle tan mala prensa a la muerte, cuando es la que de verdad le confiere alegría a todo el asunto. Es como la regla del fuera de juego; a priori, una putada, pero sin ella el fútbol sería una estupidez. Joseph Cartaphilus lo dijo en su manuscrito; un inmortal acaba pasando de todo, pues sabe que en un plazo infinito tiene que ocurrirle, necesariamente, todo. Un mojón de existencia, no me jodan. El hombre, además, es la única criatura consciente de su final. Esto lo convierte en el ser más ruin, abyecto, cruel, cobarde y miserable de la creación. Sin embargo, en naturalezas sublimes que se alzan desde el fango del que proviene lo humano para alcanzar la excelencia, la certeza de un fin próximo representa el acicate para mostrar todo lo elevado a que puede aspirar un hombre. La muerte del Sevilla era una posibilidad muy cercana en septiembre de 2000. A nuestro lado teníamos al héroe homérico que nos sacaría de la más puritita mierda: don Joaquín Caparrós Camino.

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Dos córners, un penalti y mucho aburrimiento

En realidad, la crónica podría empezar y terminar con el titular. Si acaso cabría comentar que ha marcado también el rival, el Espanyol, y un par de detalles nimios más. Pero bueno, como consideramos que está feo que la gente realice el titánico esfuerzo que supone pinchar en un enlace de cualquier agujero cibérnetico en los que los escritos de esta casa son publicitados y se encuentre con el parco botín de siete palabras, vamos a extendernos un poco más. Todo sea por ellos. ¿Qué más van a hacer esas almas cándidas, ávidas de lectura sevillista? ¿Leer la sección de blogs de orgullodenervion.com? No somos tan crueles. Sigue leyendo

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