Pongamos una noche cualquiera. Primaveral, que siempre queda mejor en estos casos. Tú, más o menos seguro de ti mismo, más o menos guapo, más o menos todo, la divisas entre el gentío. Hace unos años la hubieses considerado inaccesible nada más verla, pero un par de experiencias pasadas te compelan a que te replantees tus propias certezas. Es casi imposible, pero… Ese pero, tan perjudicial en otros enunciados, es el que diferencia a los derrotados de antemano de los que aún conservan algo que decir. Total, que te acercas a ella. Y la cosa marcha, poco a poco, pero marcha. Cada vez mejor. Hay momentos en los que todo parecía perdido, o demasiado cuesta arriba, pero se acaba remontando y la conversación, los acercamientos, fluyen. Las horas vuelan en los relojes de la madrugada, pero a ti te queda tiempo y coraje para el último asalto. Tras un largo tanteo, culminas. Y triunfas.
Abres los ojos. Desconoces si ha sido un sueño repetido, pero giras la cabeza y comprendes que todo ha sido de verdad, otra vez. Y ya que estás en esa privilegiada situación, intentas repetir. No llevará aparejado tanto esfuerzo como la noche anterior pero, si se dan las circunstancias adecuadas, también puede ser placentero. La Supercopa de Europa es el polvo mañanero, pero en plan limpio. Con mucho boato, focos, lujo y elegancia. Con los dos sin resaca, sin sudores ni olores, y hasta con los dientes limpios. Aprovechemos que hemos llegado hasta aquí y, como quien no quiere la cosa, vamos a aproximarnos al objetivo, no vaya a ser que volvamos a tener la dicha eterna de sentirnos campeones una vez más. Sigue leyendo