No eran fáciles aquellas mañanas. Apenas habíamos descubierto que, con la cadencia propicia, podíamos expulsar un líquido blanquecino para desfogarnos. Pero aún desconocíamos todo lo que se puede anhelar entre el primer y el penúltimo sorbo a un vaso. Y hacía frío. Aunque vivamos al norte de África, hacía frío. Y las mañanas eran complicadas porque tocaba levantarse sabiendo que te enfrentabas a uno de los equipos chungos. A los entrenados por tipos que gritaban tu dorsal para señalarte, y que contaban con jugadores que, amablemente, te mostraban tus dos opciones: o no marcar ni un gol más o conservar el tobillo. Por no hablar de tener que protegerte de una lluvia de piedras, de escupitajos por la espalda o de árbitros con más miedo que tú. En definitiva, eran mañanas de aguantar el temporal. De saber que el único resultado posible (por aquello de aferrarse a la vida) era la derrota. Para mí, que venía de competir en equipos que ganaban siempre, ese cambio fue tan chocante como instructivo. Aún no lo sabíamos, pero De Gregori hablaba de nosotros en una de las más bellas canciones que jamás se escribieron sobre fútbol. En la vida, con el tiempo, dejaríamos de tener miedo a tirar un penalti.
El Sevilla, por su parte, volvió a ser niño en el Camp Nou. Con la salvedad, claro, de que si alguno tenía que adoptar el rol de equipo chungo, ladino o sinvergüenza, ese era el que vestía de blanco. Pero no. Salió entregado desde el primer minuto, como si no tuviese ambición mayor que existir. Incluso, cuando le caía algún balón, no se lo creía. Era incapaz de concebir la idea de atacar, o de combinar un par de pases para atreverse a la osadía de pisar campo contrario. Ni se luchaban los balones. Ni se intentaba. Como si en la grada los espectadores, en lugar de aparatos capaces de hacer fotos, guardasen piedras y esperasen a que alguien se saliese del papel de invitado para endiñarle en la frente. Como si el miedo les hubiese acompañado desde el hotel. Con semejante actitud, todo lo posterior ha sido tan previsible como inevitable.
Como todos nuestros lectores sabrán (os imaginamos con una mano aguantando un diccionario y con el puño apretando la otra), la expresión ‘tirar la toalla’ tiene su origen en el boxeo. Así, cuando el preparador del púgil al que le estaban destrozando la cara veía que también le iban a quitar del tabaco, arrojaba el trozo de tela al ring como seña inequívoca de que hasta ahí llegó la broma. Pues exactamente igual se ha comportado el Sevilla hoy en Barcelona. Sin alma, sin interés y sin discurso. Eso sí, con la pequeña diferencia de que ha tirado la toalla incluso antes de recibir el primer golpe. O de romper a sudar, directamente.
El preludio del partido, en el túnel de vestuarios, con todos los futbolistas del Sevilla partiéndose el culo para dar un abrazo a Iniesta, Pique, Messi o cualquiera con la camiseta del Barsa, fue un anticipo de lo que se nos venía encima.
Aparte de que para jugar al futbol hay que correr, en la plantilla hacen falta entre cinco o diez tíos que hayan tenido que sudar sangre con el filial para vestir la camiseta del Sevilla.