Perder es lo normal. La frase no es mía, pero me identifico tanto con ella como si lo fuera. Romper boletos no premiados, el alcoholizado regreso a casa sin medio ligue a la vista, que los de selección de personal descubran la porosidad de tu CV al contacto con su ano. Que en la radio no suene tu canción favorita, o al menos una que te guste. Eso es lo habitual, y por eso es tan bonito cuando ocurre lo contrario. En el fútbol, el axioma se multiplica. En todos los países, cada temporada vencen un puñado de elegidos, pero la amplia mayoría no. El 99% pierde. Año tras año. Que el Sevilla haya conquistado tres uefas consecutivas supone tal excepcionalidad que podría compararse al avistamiento de ballenas barbadas en Utrera. Incluso el equipo con mejor palmarés en la Champions la pierde (o no la disputa, que es peor) nueve años por cada uno que la gana. Sigue leyendo
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Unai, siempre Unai
Las historias más hermosas no acostumbran a arrancar en lugares particularmente bellos. Por eso, este relato comienza en Mestalla. Mes de enero, año 2013. El Sevilla acaba de perpetrar su enésima atrocidad de la temporada, incapaz de crear una mísera ocasión de peligro. Una derrota inapelable, de esas que, más que enfadar, asquean. Y cae por culpa de dos goles de Soldado, anotados tras sendos saques de esquina botados por Banega. Encima, el primero de ellos, peinado por Rami. Tras el partido, congelado en aquel graderío anodino, con la singular sabiduría que aporta tener el cerebro embebido en mistela, combiné una súplica con una lúcida conclusión. “Esto tiene que acabar”, me dije. La mayor ignominia sentada en nuestro banquillo desde José Antonio Camacho no podía continuar al frente de la nave, porque lo mínimo que requiere un naufragio es un capitán digno.
El temblor en las piernas rivales, las sacudidas de los cimientos del estadio en las fascinantes noches europeas, cincelar la historia a base de goles, todo había quedado atrás. La grandeza también. Reposaba en las hemerotecas, como el amor del soldado que jura regresar en una carta que los años convierten en factura, en mero justificante. Un simple testimonio, más persuasivo que emotivo, para atestiguar que realmente hubo un tiempo en el que fuimos los mejores. Por eso, a principios de aquel 2013, nuestro destino era convertirnos en una extravagancia en la lista de vencedores ueferos, en una pregunta a un padre o a un abuelo de algún chiquillo que, ávido de conocimiento futbolero, consultara tiempo después el palmarés europeo y no comprendiese lo de 2006 y 2007. “Se les juntó una generación de jugadores increíbles y consiguieron dos Europa League seguidas. Se les apareció la virgen y no los eliminaba ni dios. Casi ganaron una Liga, imagínate. Ahora no sé ni en qué división están, pero qué buenos eran…”, respondería el hijo de puta del viejo cuando nuestras lánguidas vitrinas únicamente soportasen trofeos deslustrados. Y a mí, aquel posible devenir, me sumía en una preocupación no muy diferente del miedo. Sé que es un pensamiento injusto con los aficionados de la mayoría de clubes, los que nunca ganan nada, pero el deseo de alcanzar la gloria se multiplica si ya la disfrutaste. Te inunda una avaricia, puede que culpable, pero también irrefrenable. Un anhelo de demostrar que no te había tocado la lotería durante un par de años. Creedme: detestaba ser flor de un día. Al contrario que De Niro en ‘El rey de la comedia’, también había sido un fracasado toda mi vida, pero quería ser rey por algo más que una noche.
Afortunadamente, tanto Míchel como yo tuvimos que hacer las maletas, aunque con destinos dispares. Uno, directo a las páginas negras de la historia sevillista, y un servidor, a vivir al extranjero. La última noticia que tuve antes de partir fue la contratación de un nuevo técnico, Unai Emery. Obviamente, sabía de su existencia, pero decidí conceptualizarlo como uno de esos detectives del cine negro clásico; un tipo carente de pasado, cuya existencia arranca cuando lo hace la acción. Me fui, como todo el que se marcha, clavando un recuerdo a mi paso, y sin ni siquiera valor suficiente para llevarme de equipaje la esperanza de regresar a ese lugar abstracto donde éramos campeones. Desde la distancia observé cómo aquel equipo, que jamás fue un conjunto, iba tapando agujeros a base de chispazos, hasta instalarse en la mitad de la tabla. La grandeza seguía ahí, existía a un clic en Youtube, pero cada vez se hacía más borrosa en la memoria, igual que los sueños que recuerdas al despertar y se desvanecen, inmisericordes, en el nuevo día. En ese enrarecido ambiente de despedidas, llegamos al último partido en casa, precisamente contra el Valencia, con opciones de ser novenos. Un puesto que confirmaría la mediocridad excepto porque aquella temporada, gracias a una carambola financiera, terminó dando acceso a la Uefa. Extraños sucesos de la vida, como despertarse por culpa del silencio si te apagan el televisor. En aquel partido, vaya usted a saber por qué, se luchó. Banega marcó un golazo como adelanto de su talento fastuoso. Y fue la tarde más mágica de todas las mágicas tardes de Álvaro Negredo en el Sevilla.
Así que Unai iba a comenzar una nueva campaña cogiendo al equipo desde verano, para poder moldearlo a su particular antojo, y encima clasificados para la Uefa. Con lo que quizás no contaba era con la amplísima renovación que sufriría la plantilla, cambiando jugadores de renombre por un puñado de dudas. Pero como el propio Emery ha mentado alguna vez, quizás él lo entendió todo cuando vio la cuantiosa representación sevillista desplazada a Estoril, en los albores de la competición. Fue como una vieja potencia que envía un ejército dormido a dirimir una escaramuza: una declaración de intenciones. Eso, unido al recuerdo de la anécdota, también habitualmente referida por Unai, en la que Del Nido le instruía en la importancia de disputar finales frente a conseguir clasificaciones. Para que luego rechacen el pedagógico papel de los criminales en una sociedad.
De todos modos, costó que la máquina arrancase, especialmente en Liga. Pero en la competición uefera avanzábamos, batiéndonos, por fin otra vez, en heroicas batallas. Ronda a ronda, golpe a golpe. La primavera volvía a ser perentoria y agónica y hermosa. Pobre del que esperase un retorno exento de lucha, porque no hay regreso que merezca llevarse a cabo si no obliga a dejarte un trozo de alma para completarlo. Basta como ejemplo Mestalla, otra vez Mestalla, tan igual pero tan distinta, campo de la penúltima batalla que concluyó con aquel gol imposible. Cómo no abrazar a Unai en nuestro manicomio, si cuando al día siguiente logré ver su celebración no pude sino reconocerla como un calco de la mía. Y de ahí a la final, aunque poco antes ya viéramos esos partidos como se ven por televisión las ciudades que quisimos y que nos quisieron: sorprendidos de que sigan existiendo sin nosotros. La Uefa perfecta, de principio a fin, es la tercera. Porque no podrá inventarse jamás travesía que reúna más virtudes propias del Sevilla y de su entrenador que aquel descarnado regreso del héroe a su patria perdida.
No quiero restar belleza alguna, huelga decirlo, a la cuarta y a la quinta. Cierto es que no se puede construir un relato tan épico a su alrededor, pero qué duda cabe de que nos hicieron disfrutar como los niños pequeños que quizás sólo el fútbol nos recuerda, muy de vez en cuando, que fuimos. Por dos veces, Unai volvió a enfrentarse a una plantilla con casi la mitad de integrantes modificados. Y en ambas ocasiones salimos campeones. El mérito de esto es inconmensurable y es que, sin ir más lejos, la anterior etapa exitosa del Sevilla logró mantener el grueso de sus estrellas para repetir título. Pero Unai tuvo que reinventarse cada verano, conjuntar y convencer a tres grupos distintos de que no había más camino que el de seguirle a ciegas. Y así los jueves volvieron a ser el mejor día de la semana, y cosechamos nuestra más alta puntuación en Liga, una final de Copa y, por supuesto, las tres uefas. Y también llegó para quedarse la confirmación de que no fuimos flor de un día, sino un equipo grande en el continente que, como tal, o gana cosas o aspira a hacerlo de cuando en cuando. En etapas claramente diferenciadas. Y aunque pasen lustros y no llegue el próximo trofeo, el status conseguido con Unai ya no se perderá nunca.
No obstante, vivimos tiempos en los que hay personas firmemente resueltas a convertirse en parodias. Otros, en cambio, activan con pasmosa celeridad un mecanismo de defensa tan socorrido como longevo: despreciar en cuanto se adivina el desapego. Y algunos necesitan constantemente situarse lejos de la opinión generalizada, quién sabe si como lastimosa y única vía de reafirmación individual. Estos factores, por separado o en explosiva combinación, provocan que haya quien pretenda rebajar la importancia de la labor de Emery en el Sevilla. Que conste que desde este mismo momento me arrepiento de darles pábulo en este texto, pero lo hago con la fortaleza que me otorga no creerles.
Porque no. No les creo. Ni aunque cien segundos me sostuvieseis la mirada: no os creo. Me niego a concebir que, en el discernimiento que ofrece la soledad, una vez vuestra máscara cae al suelo, no os aflore media sonrisa, quizás melancólica, al pensar en Unai. El que nos tatuó en la piel la grandeza, imborrable, que no admite ni duración ni revisión ni regreso. Ese vasco que, aplicando la clarividencia con la que resumimos vidas ajenas, y nunca las propias, podemos aseverar que nació para encontrarse con el Sevilla en su camino. Para que nosotros lo disfrutásemos, y lo atesorásemos en el más pasional de los rincones cerebrales, revestido con la mayor felicidad que un aficionado al fútbol puede experimentar. Cierto es que ahora se va, igual que se acaban yendo todos, y poco interesan los detalles, ya que no existe momento o manera que atenúe el fin de un romance. Pero se marcha sin mejor despedida que su legado, una historia tan bonita que hasta duele haberla vivido ya, porque deja casi yermo el terreno de los sueños por cumplir.
Todos dicen, y tal vez sea cierto, que el fútbol no tiene memoria, pero nosotros sí. Antes de que nos arrase el huracán desvergonzado de la nueva temporada, que jamás amnistia a su antecesora, permítannos paladear el último brindis a la salud de Unai. Se marcha con todos los honores imaginables el que es, incontestablemente, el mejor y más exitoso entrenador de la historia del Sevilla. Y eso, teniendo en cuenta que hablamos de un grande de Europa, no lo consigue cualquiera.
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El delantero Iborra
Los cronistas dirán que todo comenzó en el Santiago Bernabéu, pero ese es un relato falso. A buen seguro, la falsedad es fruto del despiste y alejada del embuste y, bueno, tampoco podemos culparles. Todo comenzó en Lieja. Es decir, en uno de esos insignificantes duelos de la no menos insustancial liguilla de grupos de la Uefa. Esa fase que apenas perdura en la memoria: ni es lo suficientemente extravagante como las rondas previas ni deja cicatrices que lucir con orgullo de campeón como las eliminatorias. De la fase de grupos uefera sólo importa una cosa: superarla. Y, para lograrlo, el Sevilla tuvo que pasear el sello de vigente vencedor de la competición por lugares como Lieja. Allí, en octubre de 2014, el conjunto que revalidaría el título meses después se enfrentó al Standard. Empate a cero. El partido se puede calificar como anodino, porque ahora nos hemos vuelto finos y decir que fue una puta mierda estaría, qué duda cabe, fuera de lugar. No obstante, el fútbol es tan caprichoso como un certamen de cortometrajistas jóvenes, y entre la mediocridad a veces encuentras una pepita de oro. Sí, probablemente se minusvalore por el conjunto que lo lastra, pero oro al fin y al cabo. Por eso decimos que este relato comenzó en tierras belgas. Allí fue donde Vicente Iborra jugó por primera vez de delantero.
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Sic vos non vobis
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Sabía que había gente que estaba mucho peor que yo. Una vez me condenaron a trabajos comunitarios por haberme dado a la fuga e ignorado el alto a que me intimaban dos números de nuestra siempre integérrima y excelentísima policía local, persecución que dio como resultado el empotrar la moto con que transitaba por el centro en un escaparate de la calle Peñuelas. ¿Recuerdan una tienda de muebles que había en la esquina con Bustos Tavera? Ésa. Un juez progre e imaginativo me brindó la interesante posibilidad de conocer y ayudar a los detritus humanos que expele el capitalismo de su trastienda: gente quemadísima. Por ejemplo, un señor de 52 años, con obesidad mórbida, que no salía de casa desde la Expo. Le hacía la compra, le limpiaba el culo, le programaba el vídeo y otras gabelas. El buen hombre tenía un perro al que quería mucho y al que por la noche, después de cenar, hacía unos pajotes de escándalo al grito de “sí, oh sí, Canelo, hazme sentir perrilla”. Ése era todo el contacto sexual que había tenido en su vida, porque aparte de gordo e imbécil, era feo como la madre que lo parió y su tacañería me obligaba a enseñarle todos y cada uno de los resguardos de compra que yo hacía en su nombre en el supermercado del barrio, por lo que no me lo imagino pagando 20 pavos a una nigeriana asidua a pasear por Santo Domingo de la Calzada. Aquel pedazo de cabrón estaba mucho peor que yo, sin duda. Pero, dada su falta de horizontes, experiencias y ambiciones, nunca iba a sentirse enterrado hasta las cejas en una sima repleta de pura mierda; como estaba yo la noche del 29 de enero de 2003, fecha que quedará en la infamia.
Era el momento, joder. Si mi vida fuera una película o una novela, aquella era La Noche. Había empezado a ir al fútbol con tres o cuatro años, me había convertido en un idiota cuya razón de ser era su equipo, el cual era más malo e irritante que una rueda de prensa de Fátima Báñez, habíamos descendido dos veces, rehecho el equipo con veintidós retales y un comandante de la talla de Joaquín Caparrós al frente volvimos a Primera, cada partido era un cantar de gesta (ese 0-1 en Mendizorroza con los vitorianos líderes, madre del amor hermoso lo que fue aquel 0-1 en Mendizorroza con los vitorianos líderes…), Paquito Gallardo y Fredi eran dos puñales por las bandas, contratamos al complemento ideal para acompañar a nuestro capitán en el centro de la zaga, don Francisco Javier Vicente Navarro, casi entramos en UEFA el primer año de nuestro retorno, superado un nefasto inicio de campaña en la 2002/03 nos habíamos recuperado con la cabalgada de Marcos Vales en el Camp Nou, no perdíamos un derby ni de broma. Y en Copa, sin jugar un solo partido en el Sánchez-Pizjuán porque la afición estaba tan tocada del ala como el equipo y nos cerraban el estadio cada dos domingos, nos habíamos plantado en cuartos de final, ronda en la que nos enfrentaríamos al Club Atlético Osasuna. Era el momento. Los mismos criminales que defendían, más allá de la deportividad, el decoro, las buenas costumbres y el respeto al adversario en su integridad física, moral o psíquica, nuestra camiseta, podían darnos un título 55 años después. No es que pudiesen. Debían. Era una cuestión de justicia poética. Porque eran tan malos, pero nos habían dado tanto, que su victoria sería la de un grupo compacto, férreo, insobornable. Un grupo salvaje. La victoria del colectivo sobre las individualidades, del trabajo sobre la inspiración, de la audacia sobre la pusilanimidad. Dios lo demandaría. El materialismo histórico, ni te cuento. Era el puto momento, me cago en los muertos de Cristo. Sigue leyendo
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¡Viva la muerte! (y II)
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de aquí) En lo que quedaba de temporada Caparrós sabía lo que tocaba. Hacer un Jenofonte. Ya no éramos el “tapado” de la categoría sino el rival a batir. Todos iban a ir contra nosotros, en especial el Atlético de Madrid, que no terminaba de arrancar y que, con la prensa mesetaria a su servicio, nos torpedearía todo lo posible. Había que volver a casa haciendo de la unidad, el trabajo, la capacidad de sufrimiento y la disciplina la única bandera. Todos los efectivos debían estar implicados al 100%, si había alguna baja, y da escalofríos repasar la temporada y comprobar la cantidad de ausencias que había cada jornada especialmente por sanciones, el que saliera debía hacerlo igual o mejor que el ausente. No importaba que se contara con jugadores jóvenes con nula experiencia a máximo nivel, de eso ya se ocupaba Caparrós. Como dijo el ateniense de los cojones en Persia, y Caparrós le diría a sus pupilos en la concentración navideña en Isla Canela, “la salvación está sólo en la victoria”. A esas alturas de año, yo empecé a llevar al perro al parque sin necesidad de tomar nada. Sigue leyendo
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¡Viva la muerte! (I)
Nota de la redacción: Continuamos con las aventuras de don Joaquín Caparrós. Esta segunda entrega, debido a la insania desenfrenada de nuestro corresponsal, es demasiado extensa para ser publicada de una vez. Por tanto, la dividimos en dos partes. Esperemos que no se nos líen.
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de la primera parte) Siempre quise morir así. Diez de agosto, día de San Lorenzo, un pueblecito de Extremadura o Castilla La Vieja. Un toro de la ganadería del Duque de Veragua, cárdeno claro, bragao, meano y bocinero, 578 kilos, de nombre “Navajazos”, tras haber recibido ocho picas y cobrado la vida de cinco caballos, en la suerte suprema, entrando a matar al volapié me engancha la pierna derecha con su pitón izquierdo para, mientras yo le doy muerte con una certera estocada, él dármela a mí destrozándome con su embestida la arteria femoral. En la plaza no hay enfermería y el pueblo es de esos donde las inyecciones las pone el barbero. Trasladado al casino, soy acomodado en una mesa de billar en la que el cirujano-barbero hace lo que humanamente está en su mano. Con una inclinación de ojos da a entender a mi apoderado que no hay nada que rascar. Me mira, entiendo la situación y hago llamar a la cuadrilla, que espera en la sala vecina. Entran todos cabizbajos mientras doy las últimas disposiciones a mi mozo de espadas. Mi casa de la calle Monsalves, para mi santa madre. El cortijo que tengo a las afueras de Sevilla, cerca del camino de Córdoba, en una zona de huertas feraces, llamada, por mal nombre, de Pino Montano, para mi señora. Y para mi quería, el monto íntegro de mis diez últimos contratos. A ver si ese dinero puede servir para que no vuelva a la mala vida en la que la encontré. Con el semblante ceniciento del sudario que ya me aguarda, principio a despedirme de mis hombres. El último es Manolito, el picaor, mariconcito él y hombre cabal de arriba a abajo, que no puede reprimir dos lágrimas como dos cocos que le caen por sus carrillos de buen comer. Con Dios, Manuel. Siempre nos quedará la botella de anís del Mono en aquella fonda de Navalmoral de la Mata, de lo que ya quedas tú solo como mudo testigo. Entonces el mozo de espadas, siempre serio, con su traje negro y su camisa blanca abierta sobre el pecho dejando ver cadenas y relicarios dorados, dirigiendo al cielo raso su rostro cetrino surcado de cicatrices de novillero sin suerte, me coge la mano, siento en la espalda el frío de mil amaneceres de enero, y acabo susurrándole al oído, como últimas palabras, “qué disgusto más grande se va a llevar mi madre cuando se entere”.
¿Hay final más grande para un tío, me cago en Dios? Pues en lugar de eso nací ochenta años tarde en un mundo de abstemios, no fumadores, ecologistas y maricones, y aquí me tienen. Escribiendo barrabasadas y destinado a una muerte vulgar y corriente. Al menos espero que sea violenta. Prefiero morir gratis y al aire libre; no entre cuatro paredes torturado por médicos, especialistas y parientes pidiendo a gritos el derecho a la eutanasia en vista del facturón que se les viene encima. Llevo dándole vueltas a la mejor y más honorable manera de palmar desde los cuatro años, lo que no implica que esté loco. Al contrario, tarados son los que se emperran en darle tan mala prensa a la muerte, cuando es la que de verdad le confiere alegría a todo el asunto. Es como la regla del fuera de juego; a priori, una putada, pero sin ella el fútbol sería una estupidez. Joseph Cartaphilus lo dijo en su manuscrito; un inmortal acaba pasando de todo, pues sabe que en un plazo infinito tiene que ocurrirle, necesariamente, todo. Un mojón de existencia, no me jodan. El hombre, además, es la única criatura consciente de su final. Esto lo convierte en el ser más ruin, abyecto, cruel, cobarde y miserable de la creación. Sin embargo, en naturalezas sublimes que se alzan desde el fango del que proviene lo humano para alcanzar la excelencia, la certeza de un fin próximo representa el acicate para mostrar todo lo elevado a que puede aspirar un hombre. La muerte del Sevilla era una posibilidad muy cercana en septiembre de 2000. A nuestro lado teníamos al héroe homérico que nos sacaría de la más puritita mierda: don Joaquín Caparrós Camino.
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El constructor de la gloria
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Ser del Sur está muy mal visto en todas partes. Que si no nos lavamos, que si no sabemos hablar, que si somos incultos, vagos y atrasados, que si perdemos todas, todas, pero es que todas las guerras. En las dos últimas hay que reconocer que tenían toda la razón los del Norte, tampoco seamos chovinistas de brújula. Por cierto, un inciso. Con el objetivo de poner una pica más en nuestra expansión imparable, PEX desea anunciarles que lanzamos al mercado editorial esta magna obra, editada en Pyongyang en 1976, que hemos estado pasando a word por la cara durante el mes pasado y poner así nuestro granito de arena para el triunfo de la ideología Juche. ¿Cómo adquirir este volumen imprescindible? Muy sencillo, nos envían un email a conkimilsungviviamosmejor@pexedichions.com y por el módico precio de 25 euros les remitiremos un pdf con el libro a su dirección de correo electrónico para que puedan leer y comprender las penosas condiciones de vida a que se enfrentan los trabajadores coreanos que tuvieron la mala suerte de encontrarse al sur del paralelo 38 en 1953. En espera de la masiva respuesta de nuestra fiel parroquia ante esta oferta, sigamos. Decían en Trainspotting (el libro) y en The Commitments (la película) que los irlandeses son los negros de Europa. Nada que objetar. Pero menos quejarse porque si es jodido ser irlandés, nacer en, según las palabras de W. H. Auden, poeta inglés y pederasta, valga la redundancia, “este trozo arrebatado a la ardiente África y soldado crudamente a la industriosa Europa”, ¿qué es? ¿Vivir en Disneylandia? Si además tienes la desgracia de haber venido al mundo al sur de Sierra Morena, la cagaste. Con un futuro más incierto en nuestra tierra que el de un padre carmelita en Barcelona en 1936, tenemos que aguantar que nos insulten, nos ninguneen y, lo peor de todo, imiten nuestro acento a la mínima que pasamos de Despeñaperros. ¿Te imito yo a ti, que parece que hablas con la boca llena de sopa, hijo de puta? Aquí hablamos un español evolucionado. Hay demasiadas consonantes en este idioma, así que las quitamos y el mensaje no sufre merma alguna. Eso sin mencionar que, gramaticalmente, nos follamos a la península entera. A ver si nos enteramos de una vez, amigo septentrional que nos lees: decir “dala dos besos” es el mal. La ETA. Dale, hostias, dale. Objeto indirecto. Das los besos, no das la persona. Pero es que con el leísmo es todavía peor. Les juro que yo he escuchado alguna vez “es que cuando me pusieron el wifi, el que vino a instalármele”. Tal cual. Y como ellos son los que hacen los diccionarios y reforman la gramática, ahora todo es leísmo aceptado y normalizado. Le mataron, le enterraron, le follaron. ¿Le mataron a quién, a su madre, a su vecina, un nervio para practicarle una endodoncia? Unos mierdas que se están cargando el idioma nos dicen a nosotros que no sabemos hablar. Demencial. Otro gran éxito es aquello de que no trabajamos. En el verano de 2003, en la ola de calor más impresionante que hayamos vivido, los sindicatos alemanes consiguieron que se recortara la jornada laboral porque a unos abrasadores 35º a la sombra es imposible currar. Treinta y cinco grados, lo que aquí hace en abril como te descuides. Dile al jefe que no vas al trabajo porque en la calle hace 52º, a ver dónde te manda. Para rematar, donde lo dan todo y consiguen ponérmela dura es cuando nos usan de chivos expiatorios de sus políticas absurdas. Aquí ya se unen al linchamiento el resto de andaluces y pagamos el pato, tengamos culpa o no, los sevillanos, los negros del Magreb. O negros-judíos-moros-gitanos, todo junto. ¿Que en Cataluña la educación es un desastre? En Sevilla no se les entiende, a mí que me registren. Que el alcalde de Málaga tiene una huelga de servicios de limpieza; la culpa es de Sevilla, que se lo lleva todo. Que una señora mata a vergajazos a su marido en Jaén en la época del verdeo; malditos sevillanos que están siempre comiendo aceitunas en el bar y nos llevan a esta deshumanización. ¿Ustedes se imaginan al Zoido justificar nuestro chiste de metro porque en Cádiz se llevan subvención los carnavales? Y a mí qué me cuentas, trabaja que para eso te pagamos, maricona. Respuesta tan sensata parece que es imposible que la procese ningún español nacido al sur de Lebrija y al norte de El Real de la Jara. Seremos negros-judíos-moros-gitanos, mas somos sabios. O al menos, indolentes. En las buenas, aprovechamos nuestras cuatro cositas y pasamos el rato como podemos sin meternos con nadie. Cuando vienen vacas flacas, sacamos lo mejor de nosotros y, como son muchos años de estar comidos de piojos y mierda, hacemos de la necesidad virtud. Tomen un libro de recetas de tapas sevillanas, si no me creen. Nuestros platos más suculentos parece que se fraguaron en una tarde en la que no había nada que llevarse a la boca y uno dijo, bien, antes que morirnos de hambre, lo que sea: tú, llégate a la huerta y arrambla con todo lo que encuentres, ya sea tomates, pepinos, pimientos o ajos. Lo mezclamos todo y lo aliñamos y a ver qué sale. Tú, ve al pinar aquel y si puedes cazar alguna paloma, bien, y si no hay más cojones que conformarse con gorriones o lo que sea, te los traes igual. A los niños los voy a mandar al secarral ese de allí y que cojan caracoles, bichos repugnantes donde los haya, pero más cornás da el hambre. Y yo que tengo estudios y una caña de pescar me acerco al río a ver si pica algún barbo. Que no saben a nada, pero echándoles vinagre y pimentón se les puede sacar el jugo. Así, camaradas, inventamos nada menos que el gazpacho, los pajaritos fritos, los caracoles y los barbos en adobo. Cimas indiscutibles de la gastronomía universal. Chúpate esa, Berasategui. El cocinero, no el tenista aquel que tenía un drive extrañísimo. Y sin nitrógeno líquido. Engañabobos.
Cooperación y hermandad tan idílicas no se dan casi nunca, vamos a admitirlo, que esto es PEX, no una bitácora regionalista. La mayoría del tiempo somos una pandilla de indeseables, vagos y parásitos que no valemos ni el trabajo de mirarnos. Si hay tanta gente que no nos puede ver, por algo será. No vamos a ser nosotros los únicos buenos y el resto del mundo una pandilla de cabrones. Para que nos pongamos todos a una tenemos que vernos con el agua al cuello, sin más salida que tirar hacia adelante o pegarnos un tiro en la polla. Tal y como se encontraba el Sevilla Fútbol Club en el año 2000. Colista destacado y con el descenso más que asumido, con una plantilla descompensada y desmotivada, más una deuda que había obligado al club a emitir cédulas hipotecarias con la idea de recaudar unos 3.000 millones de pesetas que evitaran la venta del Ramón Sánchez-Pizjuán y nuestra marcha al Olímpico sito en el glorioso municipio de Santiponce, desde la cúpula del club se empieza a planificar la nueva temporada a mediados del mes de abril. En un alarde de coherencia organizativa inaudito en este club, se empieza por el principio: contratar al que será el máximo responsable de lo deportivo en el curso 2000/01. Se barajan varios nombres: Sergio Kresic, entrenador de Las Palmas; Gregorio Manzano, del Valladolid; Lucas Alcaraz, entonces director técnico del Dos Hermanas; Joaquín Caparrós, sin equipo desde septiembre cuando fue cesado del Villarreal; Rafael Benítez, también sin equipo; y el entrenador del Rayo Vallecano, don Juan de la Cruz Ramos Cano. Todavía quedaba más de un mes de competición y casi todos los vendecolchas con los que se tenía contacto estaban inmersos en el fin de campaña en sus respectivos equipos o, como en el caso de Benítez, preferían esperar a otras opciones más atractivas tanto en lo deportivo como en lo económico. Quién iba a querer ir a una casa de putas que contaba en su plantilla con gentuza como Rabajda, Nando o Marcelo Otero, todos pagados a precio de oro, 80, 90 y 150 millones de pesetas respectivamente por temporada para ser exactos. El Sevilla era una institución que olía a muerto por los cuatro costados. En esta tesitura, sólo un auténtico tarado mental podía aceptar la oferta sevillista. Por ejemplo, un hombre que hubiera dejado una plaza de funcionario, en un país donde los presidentes de gobierno anarcocapitalistas son inspectores de Hacienda o registradores de la propiedad, para entrenar al San José Obrero de Cuenca. Qué huevos. Sin duda alguna, don Joaquín Caparrós Camino, JC en sus siglas al igual que la única persona que ha hecho milagros más gordos que los que el utrerano se disponía a realizar aquel ejercicio 2000/01, debía ser el elegido.
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Peace and love
C.S. Bilardo (y II)
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE “Me cago en mi puta vida deportiva. ¿Pero qué es esto? Vaya partidito, ío. Vaya puta banda. Antes del minuto cinco, dos lesionados, uno de ellos con la rodilla girando como los perritos de los salpicaderos de los taxis, la que le ha dado el negro ese de los pelos que, cágate, es español y se llama nada menos que Vicente. Al menos, según dice la alhaja que tengo aquí al lado, el nota ese que ha quedado para un partido homenaje y poner una bodeguita parece que se va a un equipo de Galicia el año que viene y no me tengo que comer el marrón de recuperarlo. Ahora me entero de que Galicia no es España entera, que sólo es un trocito, por ahí arriba anda. Muchas vacas y buenas mozas, que la que no es bruja, es puta, me han dicho. Como en Loja, han culminado, aunque eso no lo he entendido bien. Lo que se aprende viajando. A ver si pita ya el árbitro y dejo de tragarme este bodrio. Hablando de tragar, vaya el saque que tienen aquí el amigo y sus compadres. Qué manera de pedir marisco en el restaurante del hotel. Yo con el café y un sobrecito de Eno y ellos diciendo que esperara, que iban a pedir otra ración de gambas, que un día es un día y los viajes pagados por el club acababan hoy. Y la parienta preocupada por los asados de mi tierra. Cago en la hostia, el ácido úrico de la peña aquí tiene que estar por las nubes. Bueno, por lo menos, trabajo hay. Y mucho. Porque vaya el equipito que me van a encasquetar. Ea, ya ha pitado este. Irse al carajo ya, hombre. Anda, coño, ¿qué hacen los de blanco y morado saludando desde el centro del campo? Le voy a preguntar aquí al consorte, que ya parece que se le ha ido el flatito, vuelve a poder fijar los ojos en sus órbitas y los lamparones del agüilla de las gambas van desapareciéndole de camisa, corbata, americana y pantalón y la gotita de la barbilla ya está seca. Por muy directivo que sea, algo de esto sabrá.” Don Carlos Salvador Bilardo pregunta, en efecto, que a qué viene la parranda que se está montando en el Nuevo José Zorrilla a la conclusión del Real Valladolid-Sevilla Fútbol Club de la última jornada de la 91/92, con todo el plantel blanquivioleta saludando a la afición local y ésta correspondiéndole con aplausos, si habían ganado algo los pucelanos, a pesar de lo malísimos que son. El interpelado responde que ganar no han ganado nada, ni ese año ni ninguno de su ridícula existencia, que habían descendido a Segunda y se despedían así de la afición hasta el año que viene. Bilardo no se lo cree. “¿Que les aplauden por descender? ¿El día que ganen algo qué hacen con ellos? Joder con la Comunidad Europea. Esto pasa en Argentina y esos tíos no salen de aquí vivos.” Sigue leyendo
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A la gloria no se llega por un camino de rosas
C.S. Bilardo (I)
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Gran pueblo el alemán. La primera vez que les dio por unirse provocaron una nadería como la Alta Edad Media. Amariconadillos durante el siguiente milenio gracias al cristianismo, cuando Europa, al fin, levanta cabeza, se sacan de la manga la pestilente herejía protestante y guerras de religión, matanzas y persecuciones por todo el continente al canto. Pero faltaba lo mejor: su unificación. En menos de setenta años causan las guerras de Schleswig-Holstein, la guerra franco-prusiana, el Congreso de Berlín de 1885, la Primera Guerra Mundial y la Segunda. Setenta añitos y ese currículum. Que uno coge un libro y mira fechas y le parece muy lejano lo de Hitler y 1871. Pero ustedes imaginen que España, desde la victoria del Caudillo, hubiera liado todo eso hasta hoy. ¿A que ya no es tanto tiempo? Y lo más importante, ¿a que hay que ser tela de hijo de la gran puta, pero tela, y toda tu población, el 100%, tiene que ser muy bastarda para estar siempre maquinando cómo liarla aún más parda? Esos son los alemanes, que no les engañen. Coño, miren la que están montando ahora, sin ir más lejos. Aquí ya hemos retrocedido a 1871, su año fetiche, en cuanto a política laboral por su obra y gracia. En 1941 eran menos sutiles que ahora y entonces, entre otros grandes éxitos, pues hablamos de la verdadera edad de oro del germanismo, invaden Yugoslavia. Un reino ridículo pero con la peculiaridad de que sus buenas gentes tenían mala hostia para dar y tomar. No a niveles industriales como sus invasores, más bien siguiendo el modelo hispano: crueldad increíble que se canalizaba contra el pueblo de enfrente. El sino de los países sin revolución industrial; como no hay trenes, tenemos que sacarle los ojos a los de Villalpando o a los de Srebrenica. Y como no hay industria, por tanto no hay armas, les sacamos los ojos con una navaja o una cuchara, lo que haya más a mano. Entre estas excelentes personas estaban los ustachas croatas (aliados de primera hora de los alemanes), los musulmanes bosnios (ídem, por aquello del antisemitismo) y los chetniks serbios, en principio, reacios a la invasión. Entonces surge nuestro héroe que, a pesar de su absurdo nom de guerre, Tito, sería quien se llevara el gato al agua en aquel crisol de culturas. Ya en 1936 había hecho un erasmus por España que le dejó las cosas claras. Como le reconoció al abuelo del cuñado del vecino del 1º izquierda del fundador de esta casa en Alcázar de San Juan (el abuelo del cuñado del vecino del 1º izquierda del fundador de esta casa curraba en la RENFE), en unas declaraciones que han pasado desapercibidas para la historiografía oficial: “los españoles de ahora sois una panda de maricones que si estáis aguantando es porque los de enfrente son unos inútiles. Pero en 1808, y esto te lo dice un miembro del Partido Comunista Yugoslavo, cuidao, le echasteis huevos al asunto. Es más, también aprecio cierta imaginación y gusto por el detalle, que he visto los grabados de Goya”. A partir del 41, este viaje de estudios empieza a dar sus frutos. A lo Empecinado, se echa al monte y si hay que envenenar pozos y dejar sin agua a comarcas enteras pero con ello nos llevamos por delante a algún alemán, se envenenan. Si hay que vivir con las cabras, se vive, que con fantasía y cariño todo es uno. Por supuesto, alemanes, croatas, bosnios y hasta los serbios, llegado el momento, se unen contra él y sus partisanos. Porque eran enemigos y blablabla, pero sobre todo lo quieren quitar de en medio porque propugna la verdad del materialismo histórico, señores. “Ni sois el pueblo elegido ni a nadie le importa una mierda el santo destino de Serbia, Croacia o su puta madre. Somos una raza vergonzosa que se ha visto invadida y dominada por el primero que llegaba, ya fueran turcos, austriacos o alemanes. Hasta por los venecianos, me cago en mi vida, hasta por esos maricones de los venecianos. Así que vamos a echarle un poquito de vergüenza torera al asunto (recuerden el erasmus del amigo y la huella que dejó en él), sus, y a ellos”. Coño, que ganó la guerra sin una ayuda significativa y de ahí que Yugoslavia saliera siempre con un color raro en los mapas de los libros de Sociales por ser un país “no alineado”.
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Qué huevazos tienes
PEX CORRESPONSALÍA EN SANTIPONCE Hay personas que tienen un don innato para revertir situaciones que parecen seguras. Lance Armstrong publicó un libro tras ganar su primer Tour que es claro ejemplo de esta afirmación. Una suerte de autobiografía en la que cuenta sus inicios, sus primeras carreras, el paso al profesionalismo, el diagnóstico de un cáncer testicular con metástasis en pulmones y cerebro, superación de esta enfermedad y éxito posterior en el Tour. Además, en mitad del proceso de cura tuvo que acudir a un banco de esperma si quería tener descendencia porque lo más probable era que quedara estéril a causa del tratamiento; se quedó sin seguro médico por no sé qué lío legal entre su anterior equipo y Cofidis, con quien había firmado para la siguiente temporada. Como ven, Cofidis no sólo estafa a inteligentes mileuristas con ganas de crucero por el Báltico, son muy democráticos en su hijoputismo. Tras toda esta serie de cabronadas que no le deseas ni al vecino que se pone a hacer obras cada tres meses, el tío consigue algo sin precedentes: seguir cayendo como una patada en los huevos. No sé si le dejó a deber dinero a la que le escribió el libro, una tal Sally Jenkins, pero lo cierto es que se muestra como un hombre arrogante, soberbio, presuntuoso, ignorante y orgulloso de serlo, condescendiente y con muy poquito en la mollera. No dirán que la cosa no tiene mérito, relatar más penas que Guillermo Sautier Casaseca y seguir pareciendo un hijo de la gran puta.
Manuel Jiménez Jiménez ha logrado algo muy parecido. Es el tío con el récord de partidos en Primera con el Sevilla Fútbol Club, internacional, mundialista, cogió al filial en Tercera y lo dejó en Segunda División habiendo sacado de la cantera a unos tales Reyes, Antoñito, Navas, Puerta o Sergio Ramos. Al primer equipo logró llevarlo a un tercer puesto y a una final de Copa que posteriormente se ganaría, si bien con otro inquilino en el banquillo. No obstante todo esto, muy pocos sevillistas tienen de él un recuerdo sin mácula.
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