Caí en la cuenta cuando lo vi saltar al campo aquel viernes, tan cercano aún en el calendario y tan lejano en todo lo demás. Las gesticulaciones, la sonrisa nerviosa, la ilusión de un chaval. Nada parecía haber cambiado, que trece años no es nada y que, febril, la mirada, te busca y te nombra. Pero fue ahí cuando me percaté. Y es que hay símbolos tan asimilados por el colectivo que cuesta recordar el momento en el que aún no existían. Da igual que sean relativamente recientes, como la maravilla que parió la guitarra de Javier Labandón. En los instantes previos al partido contra la Real Sociedad apareció una figura que obligaba a rebobinar la película. Caparrós, don Joaquín Caparrós Camino, jamás había escuchado el himno del centenario desde el banquillo local del Sánchez-Pizjuán. Volví a echar cuentas, no tenía sentido. ¿Cómo carajo era aquello posible? ¿Qué clase de tropelía se había estado cometiendo ante nuestros ojos? Sólo por corregir esa injusticia histórica ya encontraba razón de ser esta efímera segunda etapa de Caparrós como entrenador del Sevilla. Sigue leyendo
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Unai, siempre Unai
Las historias más hermosas no acostumbran a arrancar en lugares particularmente bellos. Por eso, este relato comienza en Mestalla. Mes de enero, año 2013. El Sevilla acaba de perpetrar su enésima atrocidad de la temporada, incapaz de crear una mísera ocasión de peligro. Una derrota inapelable, de esas que, más que enfadar, asquean. Y cae por culpa de dos goles de Soldado, anotados tras sendos saques de esquina botados por Banega. Encima, el primero de ellos, peinado por Rami. Tras el partido, congelado en aquel graderío anodino, con la singular sabiduría que aporta tener el cerebro embebido en mistela, combiné una súplica con una lúcida conclusión. “Esto tiene que acabar”, me dije. La mayor ignominia sentada en nuestro banquillo desde José Antonio Camacho no podía continuar al frente de la nave, porque lo mínimo que requiere un naufragio es un capitán digno.
El temblor en las piernas rivales, las sacudidas de los cimientos del estadio en las fascinantes noches europeas, cincelar la historia a base de goles, todo había quedado atrás. La grandeza también. Reposaba en las hemerotecas, como el amor del soldado que jura regresar en una carta que los años convierten en factura, en mero justificante. Un simple testimonio, más persuasivo que emotivo, para atestiguar que realmente hubo un tiempo en el que fuimos los mejores. Por eso, a principios de aquel 2013, nuestro destino era convertirnos en una extravagancia en la lista de vencedores ueferos, en una pregunta a un padre o a un abuelo de algún chiquillo que, ávido de conocimiento futbolero, consultara tiempo después el palmarés europeo y no comprendiese lo de 2006 y 2007. “Se les juntó una generación de jugadores increíbles y consiguieron dos Europa League seguidas. Se les apareció la virgen y no los eliminaba ni dios. Casi ganaron una Liga, imagínate. Ahora no sé ni en qué división están, pero qué buenos eran…”, respondería el hijo de puta del viejo cuando nuestras lánguidas vitrinas únicamente soportasen trofeos deslustrados. Y a mí, aquel posible devenir, me sumía en una preocupación no muy diferente del miedo. Sé que es un pensamiento injusto con los aficionados de la mayoría de clubes, los que nunca ganan nada, pero el deseo de alcanzar la gloria se multiplica si ya la disfrutaste. Te inunda una avaricia, puede que culpable, pero también irrefrenable. Un anhelo de demostrar que no te había tocado la lotería durante un par de años. Creedme: detestaba ser flor de un día. Al contrario que De Niro en ‘El rey de la comedia’, también había sido un fracasado toda mi vida, pero quería ser rey por algo más que una noche.
Afortunadamente, tanto Míchel como yo tuvimos que hacer las maletas, aunque con destinos dispares. Uno, directo a las páginas negras de la historia sevillista, y un servidor, a vivir al extranjero. La última noticia que tuve antes de partir fue la contratación de un nuevo técnico, Unai Emery. Obviamente, sabía de su existencia, pero decidí conceptualizarlo como uno de esos detectives del cine negro clásico; un tipo carente de pasado, cuya existencia arranca cuando lo hace la acción. Me fui, como todo el que se marcha, clavando un recuerdo a mi paso, y sin ni siquiera valor suficiente para llevarme de equipaje la esperanza de regresar a ese lugar abstracto donde éramos campeones. Desde la distancia observé cómo aquel equipo, que jamás fue un conjunto, iba tapando agujeros a base de chispazos, hasta instalarse en la mitad de la tabla. La grandeza seguía ahí, existía a un clic en Youtube, pero cada vez se hacía más borrosa en la memoria, igual que los sueños que recuerdas al despertar y se desvanecen, inmisericordes, en el nuevo día. En ese enrarecido ambiente de despedidas, llegamos al último partido en casa, precisamente contra el Valencia, con opciones de ser novenos. Un puesto que confirmaría la mediocridad excepto porque aquella temporada, gracias a una carambola financiera, terminó dando acceso a la Uefa. Extraños sucesos de la vida, como despertarse por culpa del silencio si te apagan el televisor. En aquel partido, vaya usted a saber por qué, se luchó. Banega marcó un golazo como adelanto de su talento fastuoso. Y fue la tarde más mágica de todas las mágicas tardes de Álvaro Negredo en el Sevilla.
Así que Unai iba a comenzar una nueva campaña cogiendo al equipo desde verano, para poder moldearlo a su particular antojo, y encima clasificados para la Uefa. Con lo que quizás no contaba era con la amplísima renovación que sufriría la plantilla, cambiando jugadores de renombre por un puñado de dudas. Pero como el propio Emery ha mentado alguna vez, quizás él lo entendió todo cuando vio la cuantiosa representación sevillista desplazada a Estoril, en los albores de la competición. Fue como una vieja potencia que envía un ejército dormido a dirimir una escaramuza: una declaración de intenciones. Eso, unido al recuerdo de la anécdota, también habitualmente referida por Unai, en la que Del Nido le instruía en la importancia de disputar finales frente a conseguir clasificaciones. Para que luego rechacen el pedagógico papel de los criminales en una sociedad.
De todos modos, costó que la máquina arrancase, especialmente en Liga. Pero en la competición uefera avanzábamos, batiéndonos, por fin otra vez, en heroicas batallas. Ronda a ronda, golpe a golpe. La primavera volvía a ser perentoria y agónica y hermosa. Pobre del que esperase un retorno exento de lucha, porque no hay regreso que merezca llevarse a cabo si no obliga a dejarte un trozo de alma para completarlo. Basta como ejemplo Mestalla, otra vez Mestalla, tan igual pero tan distinta, campo de la penúltima batalla que concluyó con aquel gol imposible. Cómo no abrazar a Unai en nuestro manicomio, si cuando al día siguiente logré ver su celebración no pude sino reconocerla como un calco de la mía. Y de ahí a la final, aunque poco antes ya viéramos esos partidos como se ven por televisión las ciudades que quisimos y que nos quisieron: sorprendidos de que sigan existiendo sin nosotros. La Uefa perfecta, de principio a fin, es la tercera. Porque no podrá inventarse jamás travesía que reúna más virtudes propias del Sevilla y de su entrenador que aquel descarnado regreso del héroe a su patria perdida.
No quiero restar belleza alguna, huelga decirlo, a la cuarta y a la quinta. Cierto es que no se puede construir un relato tan épico a su alrededor, pero qué duda cabe de que nos hicieron disfrutar como los niños pequeños que quizás sólo el fútbol nos recuerda, muy de vez en cuando, que fuimos. Por dos veces, Unai volvió a enfrentarse a una plantilla con casi la mitad de integrantes modificados. Y en ambas ocasiones salimos campeones. El mérito de esto es inconmensurable y es que, sin ir más lejos, la anterior etapa exitosa del Sevilla logró mantener el grueso de sus estrellas para repetir título. Pero Unai tuvo que reinventarse cada verano, conjuntar y convencer a tres grupos distintos de que no había más camino que el de seguirle a ciegas. Y así los jueves volvieron a ser el mejor día de la semana, y cosechamos nuestra más alta puntuación en Liga, una final de Copa y, por supuesto, las tres uefas. Y también llegó para quedarse la confirmación de que no fuimos flor de un día, sino un equipo grande en el continente que, como tal, o gana cosas o aspira a hacerlo de cuando en cuando. En etapas claramente diferenciadas. Y aunque pasen lustros y no llegue el próximo trofeo, el status conseguido con Unai ya no se perderá nunca.
No obstante, vivimos tiempos en los que hay personas firmemente resueltas a convertirse en parodias. Otros, en cambio, activan con pasmosa celeridad un mecanismo de defensa tan socorrido como longevo: despreciar en cuanto se adivina el desapego. Y algunos necesitan constantemente situarse lejos de la opinión generalizada, quién sabe si como lastimosa y única vía de reafirmación individual. Estos factores, por separado o en explosiva combinación, provocan que haya quien pretenda rebajar la importancia de la labor de Emery en el Sevilla. Que conste que desde este mismo momento me arrepiento de darles pábulo en este texto, pero lo hago con la fortaleza que me otorga no creerles.
Porque no. No les creo. Ni aunque cien segundos me sostuvieseis la mirada: no os creo. Me niego a concebir que, en el discernimiento que ofrece la soledad, una vez vuestra máscara cae al suelo, no os aflore media sonrisa, quizás melancólica, al pensar en Unai. El que nos tatuó en la piel la grandeza, imborrable, que no admite ni duración ni revisión ni regreso. Ese vasco que, aplicando la clarividencia con la que resumimos vidas ajenas, y nunca las propias, podemos aseverar que nació para encontrarse con el Sevilla en su camino. Para que nosotros lo disfrutásemos, y lo atesorásemos en el más pasional de los rincones cerebrales, revestido con la mayor felicidad que un aficionado al fútbol puede experimentar. Cierto es que ahora se va, igual que se acaban yendo todos, y poco interesan los detalles, ya que no existe momento o manera que atenúe el fin de un romance. Pero se marcha sin mejor despedida que su legado, una historia tan bonita que hasta duele haberla vivido ya, porque deja casi yermo el terreno de los sueños por cumplir.
Todos dicen, y tal vez sea cierto, que el fútbol no tiene memoria, pero nosotros sí. Antes de que nos arrase el huracán desvergonzado de la nueva temporada, que jamás amnistia a su antecesora, permítannos paladear el último brindis a la salud de Unai. Se marcha con todos los honores imaginables el que es, incontestablemente, el mejor y más exitoso entrenador de la historia del Sevilla. Y eso, teniendo en cuenta que hablamos de un grande de Europa, no lo consigue cualquiera.
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¡Viva la muerte! (y II)
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de aquí) En lo que quedaba de temporada Caparrós sabía lo que tocaba. Hacer un Jenofonte. Ya no éramos el “tapado” de la categoría sino el rival a batir. Todos iban a ir contra nosotros, en especial el Atlético de Madrid, que no terminaba de arrancar y que, con la prensa mesetaria a su servicio, nos torpedearía todo lo posible. Había que volver a casa haciendo de la unidad, el trabajo, la capacidad de sufrimiento y la disciplina la única bandera. Todos los efectivos debían estar implicados al 100%, si había alguna baja, y da escalofríos repasar la temporada y comprobar la cantidad de ausencias que había cada jornada especialmente por sanciones, el que saliera debía hacerlo igual o mejor que el ausente. No importaba que se contara con jugadores jóvenes con nula experiencia a máximo nivel, de eso ya se ocupaba Caparrós. Como dijo el ateniense de los cojones en Persia, y Caparrós le diría a sus pupilos en la concentración navideña en Isla Canela, “la salvación está sólo en la victoria”. A esas alturas de año, yo empecé a llevar al perro al parque sin necesidad de tomar nada. Sigue leyendo
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¡Viva la muerte! (I)
Nota de la redacción: Continuamos con las aventuras de don Joaquín Caparrós. Esta segunda entrega, debido a la insania desenfrenada de nuestro corresponsal, es demasiado extensa para ser publicada de una vez. Por tanto, la dividimos en dos partes. Esperemos que no se nos líen.
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE (Viene de la primera parte) Siempre quise morir así. Diez de agosto, día de San Lorenzo, un pueblecito de Extremadura o Castilla La Vieja. Un toro de la ganadería del Duque de Veragua, cárdeno claro, bragao, meano y bocinero, 578 kilos, de nombre “Navajazos”, tras haber recibido ocho picas y cobrado la vida de cinco caballos, en la suerte suprema, entrando a matar al volapié me engancha la pierna derecha con su pitón izquierdo para, mientras yo le doy muerte con una certera estocada, él dármela a mí destrozándome con su embestida la arteria femoral. En la plaza no hay enfermería y el pueblo es de esos donde las inyecciones las pone el barbero. Trasladado al casino, soy acomodado en una mesa de billar en la que el cirujano-barbero hace lo que humanamente está en su mano. Con una inclinación de ojos da a entender a mi apoderado que no hay nada que rascar. Me mira, entiendo la situación y hago llamar a la cuadrilla, que espera en la sala vecina. Entran todos cabizbajos mientras doy las últimas disposiciones a mi mozo de espadas. Mi casa de la calle Monsalves, para mi santa madre. El cortijo que tengo a las afueras de Sevilla, cerca del camino de Córdoba, en una zona de huertas feraces, llamada, por mal nombre, de Pino Montano, para mi señora. Y para mi quería, el monto íntegro de mis diez últimos contratos. A ver si ese dinero puede servir para que no vuelva a la mala vida en la que la encontré. Con el semblante ceniciento del sudario que ya me aguarda, principio a despedirme de mis hombres. El último es Manolito, el picaor, mariconcito él y hombre cabal de arriba a abajo, que no puede reprimir dos lágrimas como dos cocos que le caen por sus carrillos de buen comer. Con Dios, Manuel. Siempre nos quedará la botella de anís del Mono en aquella fonda de Navalmoral de la Mata, de lo que ya quedas tú solo como mudo testigo. Entonces el mozo de espadas, siempre serio, con su traje negro y su camisa blanca abierta sobre el pecho dejando ver cadenas y relicarios dorados, dirigiendo al cielo raso su rostro cetrino surcado de cicatrices de novillero sin suerte, me coge la mano, siento en la espalda el frío de mil amaneceres de enero, y acabo susurrándole al oído, como últimas palabras, “qué disgusto más grande se va a llevar mi madre cuando se entere”.
¿Hay final más grande para un tío, me cago en Dios? Pues en lugar de eso nací ochenta años tarde en un mundo de abstemios, no fumadores, ecologistas y maricones, y aquí me tienen. Escribiendo barrabasadas y destinado a una muerte vulgar y corriente. Al menos espero que sea violenta. Prefiero morir gratis y al aire libre; no entre cuatro paredes torturado por médicos, especialistas y parientes pidiendo a gritos el derecho a la eutanasia en vista del facturón que se les viene encima. Llevo dándole vueltas a la mejor y más honorable manera de palmar desde los cuatro años, lo que no implica que esté loco. Al contrario, tarados son los que se emperran en darle tan mala prensa a la muerte, cuando es la que de verdad le confiere alegría a todo el asunto. Es como la regla del fuera de juego; a priori, una putada, pero sin ella el fútbol sería una estupidez. Joseph Cartaphilus lo dijo en su manuscrito; un inmortal acaba pasando de todo, pues sabe que en un plazo infinito tiene que ocurrirle, necesariamente, todo. Un mojón de existencia, no me jodan. El hombre, además, es la única criatura consciente de su final. Esto lo convierte en el ser más ruin, abyecto, cruel, cobarde y miserable de la creación. Sin embargo, en naturalezas sublimes que se alzan desde el fango del que proviene lo humano para alcanzar la excelencia, la certeza de un fin próximo representa el acicate para mostrar todo lo elevado a que puede aspirar un hombre. La muerte del Sevilla era una posibilidad muy cercana en septiembre de 2000. A nuestro lado teníamos al héroe homérico que nos sacaría de la más puritita mierda: don Joaquín Caparrós Camino.
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El constructor de la gloria
PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Ser del Sur está muy mal visto en todas partes. Que si no nos lavamos, que si no sabemos hablar, que si somos incultos, vagos y atrasados, que si perdemos todas, todas, pero es que todas las guerras. En las dos últimas hay que reconocer que tenían toda la razón los del Norte, tampoco seamos chovinistas de brújula. Por cierto, un inciso. Con el objetivo de poner una pica más en nuestra expansión imparable, PEX desea anunciarles que lanzamos al mercado editorial esta magna obra, editada en Pyongyang en 1976, que hemos estado pasando a word por la cara durante el mes pasado y poner así nuestro granito de arena para el triunfo de la ideología Juche. ¿Cómo adquirir este volumen imprescindible? Muy sencillo, nos envían un email a conkimilsungviviamosmejor@pexedichions.com y por el módico precio de 25 euros les remitiremos un pdf con el libro a su dirección de correo electrónico para que puedan leer y comprender las penosas condiciones de vida a que se enfrentan los trabajadores coreanos que tuvieron la mala suerte de encontrarse al sur del paralelo 38 en 1953. En espera de la masiva respuesta de nuestra fiel parroquia ante esta oferta, sigamos. Decían en Trainspotting (el libro) y en The Commitments (la película) que los irlandeses son los negros de Europa. Nada que objetar. Pero menos quejarse porque si es jodido ser irlandés, nacer en, según las palabras de W. H. Auden, poeta inglés y pederasta, valga la redundancia, “este trozo arrebatado a la ardiente África y soldado crudamente a la industriosa Europa”, ¿qué es? ¿Vivir en Disneylandia? Si además tienes la desgracia de haber venido al mundo al sur de Sierra Morena, la cagaste. Con un futuro más incierto en nuestra tierra que el de un padre carmelita en Barcelona en 1936, tenemos que aguantar que nos insulten, nos ninguneen y, lo peor de todo, imiten nuestro acento a la mínima que pasamos de Despeñaperros. ¿Te imito yo a ti, que parece que hablas con la boca llena de sopa, hijo de puta? Aquí hablamos un español evolucionado. Hay demasiadas consonantes en este idioma, así que las quitamos y el mensaje no sufre merma alguna. Eso sin mencionar que, gramaticalmente, nos follamos a la península entera. A ver si nos enteramos de una vez, amigo septentrional que nos lees: decir “dala dos besos” es el mal. La ETA. Dale, hostias, dale. Objeto indirecto. Das los besos, no das la persona. Pero es que con el leísmo es todavía peor. Les juro que yo he escuchado alguna vez “es que cuando me pusieron el wifi, el que vino a instalármele”. Tal cual. Y como ellos son los que hacen los diccionarios y reforman la gramática, ahora todo es leísmo aceptado y normalizado. Le mataron, le enterraron, le follaron. ¿Le mataron a quién, a su madre, a su vecina, un nervio para practicarle una endodoncia? Unos mierdas que se están cargando el idioma nos dicen a nosotros que no sabemos hablar. Demencial. Otro gran éxito es aquello de que no trabajamos. En el verano de 2003, en la ola de calor más impresionante que hayamos vivido, los sindicatos alemanes consiguieron que se recortara la jornada laboral porque a unos abrasadores 35º a la sombra es imposible currar. Treinta y cinco grados, lo que aquí hace en abril como te descuides. Dile al jefe que no vas al trabajo porque en la calle hace 52º, a ver dónde te manda. Para rematar, donde lo dan todo y consiguen ponérmela dura es cuando nos usan de chivos expiatorios de sus políticas absurdas. Aquí ya se unen al linchamiento el resto de andaluces y pagamos el pato, tengamos culpa o no, los sevillanos, los negros del Magreb. O negros-judíos-moros-gitanos, todo junto. ¿Que en Cataluña la educación es un desastre? En Sevilla no se les entiende, a mí que me registren. Que el alcalde de Málaga tiene una huelga de servicios de limpieza; la culpa es de Sevilla, que se lo lleva todo. Que una señora mata a vergajazos a su marido en Jaén en la época del verdeo; malditos sevillanos que están siempre comiendo aceitunas en el bar y nos llevan a esta deshumanización. ¿Ustedes se imaginan al Zoido justificar nuestro chiste de metro porque en Cádiz se llevan subvención los carnavales? Y a mí qué me cuentas, trabaja que para eso te pagamos, maricona. Respuesta tan sensata parece que es imposible que la procese ningún español nacido al sur de Lebrija y al norte de El Real de la Jara. Seremos negros-judíos-moros-gitanos, mas somos sabios. O al menos, indolentes. En las buenas, aprovechamos nuestras cuatro cositas y pasamos el rato como podemos sin meternos con nadie. Cuando vienen vacas flacas, sacamos lo mejor de nosotros y, como son muchos años de estar comidos de piojos y mierda, hacemos de la necesidad virtud. Tomen un libro de recetas de tapas sevillanas, si no me creen. Nuestros platos más suculentos parece que se fraguaron en una tarde en la que no había nada que llevarse a la boca y uno dijo, bien, antes que morirnos de hambre, lo que sea: tú, llégate a la huerta y arrambla con todo lo que encuentres, ya sea tomates, pepinos, pimientos o ajos. Lo mezclamos todo y lo aliñamos y a ver qué sale. Tú, ve al pinar aquel y si puedes cazar alguna paloma, bien, y si no hay más cojones que conformarse con gorriones o lo que sea, te los traes igual. A los niños los voy a mandar al secarral ese de allí y que cojan caracoles, bichos repugnantes donde los haya, pero más cornás da el hambre. Y yo que tengo estudios y una caña de pescar me acerco al río a ver si pica algún barbo. Que no saben a nada, pero echándoles vinagre y pimentón se les puede sacar el jugo. Así, camaradas, inventamos nada menos que el gazpacho, los pajaritos fritos, los caracoles y los barbos en adobo. Cimas indiscutibles de la gastronomía universal. Chúpate esa, Berasategui. El cocinero, no el tenista aquel que tenía un drive extrañísimo. Y sin nitrógeno líquido. Engañabobos.
Cooperación y hermandad tan idílicas no se dan casi nunca, vamos a admitirlo, que esto es PEX, no una bitácora regionalista. La mayoría del tiempo somos una pandilla de indeseables, vagos y parásitos que no valemos ni el trabajo de mirarnos. Si hay tanta gente que no nos puede ver, por algo será. No vamos a ser nosotros los únicos buenos y el resto del mundo una pandilla de cabrones. Para que nos pongamos todos a una tenemos que vernos con el agua al cuello, sin más salida que tirar hacia adelante o pegarnos un tiro en la polla. Tal y como se encontraba el Sevilla Fútbol Club en el año 2000. Colista destacado y con el descenso más que asumido, con una plantilla descompensada y desmotivada, más una deuda que había obligado al club a emitir cédulas hipotecarias con la idea de recaudar unos 3.000 millones de pesetas que evitaran la venta del Ramón Sánchez-Pizjuán y nuestra marcha al Olímpico sito en el glorioso municipio de Santiponce, desde la cúpula del club se empieza a planificar la nueva temporada a mediados del mes de abril. En un alarde de coherencia organizativa inaudito en este club, se empieza por el principio: contratar al que será el máximo responsable de lo deportivo en el curso 2000/01. Se barajan varios nombres: Sergio Kresic, entrenador de Las Palmas; Gregorio Manzano, del Valladolid; Lucas Alcaraz, entonces director técnico del Dos Hermanas; Joaquín Caparrós, sin equipo desde septiembre cuando fue cesado del Villarreal; Rafael Benítez, también sin equipo; y el entrenador del Rayo Vallecano, don Juan de la Cruz Ramos Cano. Todavía quedaba más de un mes de competición y casi todos los vendecolchas con los que se tenía contacto estaban inmersos en el fin de campaña en sus respectivos equipos o, como en el caso de Benítez, preferían esperar a otras opciones más atractivas tanto en lo deportivo como en lo económico. Quién iba a querer ir a una casa de putas que contaba en su plantilla con gentuza como Rabajda, Nando o Marcelo Otero, todos pagados a precio de oro, 80, 90 y 150 millones de pesetas respectivamente por temporada para ser exactos. El Sevilla era una institución que olía a muerto por los cuatro costados. En esta tesitura, sólo un auténtico tarado mental podía aceptar la oferta sevillista. Por ejemplo, un hombre que hubiera dejado una plaza de funcionario, en un país donde los presidentes de gobierno anarcocapitalistas son inspectores de Hacienda o registradores de la propiedad, para entrenar al San José Obrero de Cuenca. Qué huevos. Sin duda alguna, don Joaquín Caparrós Camino, JC en sus siglas al igual que la única persona que ha hecho milagros más gordos que los que el utrerano se disponía a realizar aquel ejercicio 2000/01, debía ser el elegido.
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