Dubitativo, apocado, se encamina hacia el señorito arrastrando los pies y sus penurias. Cuando llega, ha de esperar a que el señor se digne a mirarle; está muy ocupado paladeando su soberbia. Por fin, le concede unos segundos. Qué pasa, qué quieres ahora. Alargando las vocales, simulando hartazgo para minar la moral. Y el pobrecito de provincias suspira, se quita la boina, la dobla entre sus manos como quien retuerce su propia suerte, y le explica al señor. Oiga, que se se me ha puesto malo el chiquillo, mire usted qué desgracia, y a ver si no tendría un dinerillo suelto por ahí para pagar lo que le hace falta. Yo sé que usted es muy bueno, que me tiene aquí en la gloria, que tengo mi propio catre y a veces hasta me deja acercarme a la candela. Hágame el favor, una limosna nada más, y por los santos del cielo le juro que pediré a dios por usted más todavía de lo que ya pido.
Si un partido de fútbol pudiese escribirse como la escena de un guión, las visitas del Sevilla al Santiago Bernabéu serían calcadas a las descritas en el párrafo anterior. No la de hoy, todas. Da igual quién se siente en el banquillo, lo mismo da qué jugadores conformen el once titular. Y poco importa el momento de la temporada en la que llegue el choque, o si éste aparece en mitad de una dinámica positiva o negativa. Por supuesto, el buen desempeño en competiciones europeas o en tu propio feudo se queda en minucia. Todo se esfuma en el momento exacto en el que el Sevilla pone un pie en el AVE, se le salen los ojos mirando por la ventana y se pregunta por qué corren tan rápido para el otro lado los postes del tendido eléctrico mientras acaricia con dedos temblorosos la milana, la milana bonita.
La goleada de hoy en Madrid no ha sido ni bonita ni fea, sólo ha sido otra. Es cierta una cosa: el Sevilla hace el ridículo año tras año, de forma sistemática, en los campos más importantes del fútbol español, y eso no es óbice para que los objetivos se cumplan o se dejen de cumplir. Es muy molesto, pero no definitorio. Tan verdad es como que se me ocurren al menos nueve equipos de Primera que, con las bajas que el Real Madrid actual presentaba para el partido de hoy, tendrían bastantes opciones de ganar o empatar el partido. No digo que lo consiguieran, pero al menos crearían peligro, marcarían goles y, a partir de ahí, pues ya se vería si tenían el día bueno o qué. El Sevilla no, el Sevilla nunca. Jamás.
Básicamente, porque el primer paso para vencer un partido es pensar que puede lograrse. Eso que en el Sánchez-Pizjuán ocurre venga quien venga, incluso se ponga el resultado como se ponga, en Madrid se desvanece. Y lo hace ya desde el mismo miércoles, cuando el cuerpo técnico le otorga una importancia desmedida a un partido en Eslovenia que no la tiene, y desgasta a sus titulares para un mero trámite. Son ganas de empequeñecerse. Pero nada comparado con saltar al césped como el que va al dentista, cerrando los ojos y deseando que pase pronto, duela lo que duela.
Sólo así se explican los arranques de partidos como el de hoy, como el de cualquier otra temporada allí. Sin ir a cabecear un córner en el primer minuto, pidiendo perdón por cada pase bien dado, como si fuera un atrevimiento reprochable. Y, si por lo que sea se llega al área, nada de tirar fuerte, que al señor no se le mueva ni un pelo engominado. Que te cojan como víctima favorita los dos mejores jugadores del mundo jode, pero tiene un pase. Ahora, que lo haga también Nacho, ya suena una mijita a cachondeo.
Todo lo que viene después es lo que el señorito quiera hacer. Si está frustrado o con ganas de divertirse, irá a por ti y tú procurarás no incomodarlo demasiado. Cuando se aburra o se olvide de tu existencia, podrás marchar. Y agacharás la cabeza y musitarás que dios te bendiga, señor. Que dios te bendiga. Quizás nos venguemos si le cojo desprevenido por mis humildes tierras. Pero no se preocupe, el año que viene vuelvo, puntual a la cita, con la boina entre las manos.