PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE No hay mejor lugar para pasar el verano que la ciudad de Sevilla. Todos los imbéciles que atestan la calles en Navidad, en Semana Santa, cuando se casa alguna terrateniente degenerada de estirpe degenerada o cuando se estrena una obra pública cuyo presupuesto se decuplica desde su proyecto hasta su inauguración, están al menos a 100 kms. de distancia. El paraíso sobre la Tierra; Sevilla sin sevillanos, que dijo lo único decente que nació en el Palacio de las Dueñas. Contamos con atractivos incomparables como el día del Carmen y sus dieciocho procesiones, la Velá de Santa Ana o las novilladas de promoción. Gloria bendita. No cambio todo eso por estar lleno de arena, con la espalda quemada y pegajosa de salitre, comiendo en un chiringuito que te cobra a precio de Ritz alimentos indignos de contenedor de restaurante chino ni muerto. Además, hay un factor interesante, como es que la mayoría de mis conocidos pertenecen a la categoría de personas que pierden el culo por ver una masa informe de agua y opositar al melanoma desde que empieza julio hasta que llega septiembre, pero son unos tiesos que no pueden permitirse estar los dos meses en la costa, con lo que soy el plan perfecto para aquellos que tienen la desgracia de pasar un fin de semana veraniego en Sevilla; plan, casi siempre, de ignominiosas consecuencias. Verbigracia: julio del 99. Solo en casa, tocándome los huevos a las seis de la tarde, suena el teléfono. Descuelgo y veo que tardan en contestar. Una amiga, con la que no tenía mucha confianza, llama y, con voz entrecortada y risitas nerviosas, empieza a preguntarme tonterías tales que cómo estoy (sudando), qué me cuento (que debería haberme dormido la siesta después de la exhibición de Giuseppe Guerini en Alpe d’Huez y no estaría aguantando esta conversación), que si ya he echado los papeles para la preinscripción (no, el año que viene me meto a recoger cartones). Inquieto ante tanta curiosidad sobre asuntos que ni a mí me podían parecer interesantes, la muchacha, al fin, se anima y me dice que si no hago nada esa noche podríamos quedar, que era su cumpleaños y me invitaba a algo. Jamás voy a entender los nervios para pedir algo tan banal. Pide, coño, que aunque parezca mentira no muerdo. Haciendo de tripas corazón, deseché el plan que tenía en mente para aquella noche (emborracharme) para aceptar el que me proponía (emborracharme con ella). Es jodido salir con alguien a quien conoces poco, a la hora de haber comenzado la cita y ventilados los tres temas de conversación en común que puedes tener con la prójima, llega el muy peliagudo momento en el que te planteas qué coño haces allí en lugar de en el banco del barrio con el perro y una litro. Pero esta tía era guay. Le daba a la cerveza siguiéndome el ritmo, lo que le hizo ganar un montón de puntos, aparte de tener un buen par de tetas y un mojino respetable. Por si esto fuera poco, había mamoneo. Ya de cubatas en la calle Betis comenzó un intercambio de andanadas que me llevaron a la conclusión diáfana de “esta noche, fijo que mojo”. Que quién me iba a decir que me lo iba a pasar tan bien con lo solita (atentos al diminutivo reflexivo. Como un tatuaje encima del culo: la firma indeleble de la golfa de tronío) que estaba en mi cumpleaños y lo que nos queda de noche; que si mira la cicatriz que me quedó en el pezón de un quiste que me extirparon; que si para cicatriz la que tengo yo en el nabo de los puntos de la fimosis. Pildorazos sutiles, casi versallescos. En el taxi que nos llevaría a su casa tuve la sensación de que quizá había cargado en demasía la suerte a la hora de asegurarme la inminente coyunta, pues tuvo que repetir la dirección siete veces al taxista para que la entendiera. No me seguí preocupando porque en el trayecto vi con claridad que las ganas de jaleo seguían intactas, no se quedó dormida, no empezó a vomitar. Seguía respirando. Suficiente. Arribados a nuestro nidito de amor, entré a saco, le metí la mano por debajo del vestido y, al pegar un tirón de las bragas, profirió tal alarido que me hizo temer que se hubieran evaporado de súbito los tres o cuatro gramos de alcohol en sangre que debía de llevar y se percatara de la insensatez en que incurría. La realidad, como siempre, era mucho peor. Qué clase de tajá infame no tendría encima que, en su última visita al servicio de un bar, justo antes de irnos, se había puesto una compresa al revés, con el pegamento para arriba, y no se había dado cuenta hasta ese momento. Y no, no era amiga de las ingles brasileñas, al menos hasta aquel instante. Al ver reducida la condición pilosa de sus partes pudendas a la de un nenuco de golpe y porrazo, se le pasó el ciego que llevaba y, encima, le dio llorona. Supongo que por lo humillante de la situación y por mi comentario (“Pero mi arma, ¿tú no has oído hablar de los tampax? Si los usa hasta Camilla Parker, por Dios Santo, hasta Camilla Parker!!!”) con el que intentaba quitarle hierro al asunto y dar algunos ánimos. A continuación, terminé de cagarla. Inspirado por el ejemplo de aquella tarde del señor Guerini, que a pocos metros de llegar a meta tras un ascensión de epopeya a las 21 rampas más señeras del ciclismo se había dado una hostia contra un subnormal que hacía una foto en mitad del asfalto, se había levantado y, apelando a su hombría y a los últimos picogramos que atesoraba en su organismo, se volvió a subir a la bicicleta y acabó ganando, me jugué el todo por el todo. Cuando cualquier persona normal habría intentado paliar la situación con mimitos y arrumacos para ver si con un poco de paciencia la noche llegaba a buen puerto, yo hice un Caparrós el día del Panathinaikos. De perdidos al río, saqué a Darío Silva, Baptista, Adriano, Makukula, Aranda y Antoñito, todos a una, contra un rival mermado, con diez, pero ultradefensivo por mor de las circunstancias. Como el que da con una solución brillante a un problema intrincado, propuse, triunfante: “Pues ya que tienes así el tema, podemos probar y te doy por el culo”.
Accedió, pero cambiando el sujeto paciente y dándole sentido metafórico. Al quedarme poco por hacer allí, la felicité por su cumpleaños, que hay que ser torero hasta tomando café, que dijo el Guerra, y tiré para mi casa. Reflexionando acerca de lo ocurrido, me preguntaba cómo se había ido todo al carajo si se daban todos los condicionantes para haber salido por la puerta grande. Buena materia prima, excelente disposición, aceptable ambiente, y sin embargo, por culpa de un elemento utilísimo de higiene personal, en su sitio pero en momento inoportuno, nada. Paré a tomarme la última rumiando improperios y lamiéndome las heridas, para concluir que todo aquello era como si llega un futbolista contrastado, con calidad, técnica, buen manejo de la pelota, pero no entra en la historia importante del club porque llega en el peor instante. Como Basilio Tsartas. Sigue leyendo