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El grosor de la piel

Apenas le encuentro cosas positivas a lo de cumplir años. Si acaso, la experiencia. La posibilidad de tamizar un suceso por la memoria y calibrarlo en una medida más justa de lo que el calentón permite. Y ocurre con todo, ¿eh? Con el fútbol también. O mejor dicho: sobre todo con el fútbol. Ser aficionado a este deporte posibilita instalarse en una ilusión constante, donde cada año ofrecen la opción, por remota que sea, de enmendar errores pasados. De aprovechar las oportunidades que tanto llevas malogrando. Eso, en la vida real, es quimérico. El tren se escapa y tú ni siquiera sacas la mano para despedirlo, no vaya a ser que te haga parecer aún más estúpido. Pero el fútbol es diferente, es una serie que no tiene final. A estas alturas, todos hemos aprendido que cada verano se estrena una nueva temporada. Y los relevos de actores son obligatorios.

Por tanto, poco drama cuando un buen jugador se marcha. Poco o ninguno, en realidad. Hasta se me escapa una sonrisa recordando un gol excepcional, una actuación inspirada. O incluso alguna anécdota o declaración interesante. Lo que nunca se me ocurren son reproches. Si el que se va me gusta, es porque rindió mientras le tocó defender al Sevilla. Luego se marcha, como todos. Porque un club más fuerte económicamente le ofrece dinero o porque la edad (también como a todos) comienza a pisarle los talones. Algunos se enfadan si la manera de irse no se ajusta a sus deseos. Las famosas formas, maná para el ofendido. Yo acepté que aquí cada uno se busca sus habichuelas y que, en ocasiones, las cosas vienen como vienen. El jugador no puede controlar los aspectos tan azarosos que rodean a un fichaje. En las salidas, lo único que me importa es el fin, el qué, y no el cómo.

En esto, la prensa tiene un papel fundamental, que da para otra reflexión. Ni el Sevilla ni ningún equipo del mundo genera contenido relevante del que informar 365 días del año. Por tanto, se ven obligados a convertir lo accesorio en importante. Por mucho que se empeñen, todos los detalles de una negociación no son trascendentes. Pero las webs han de actualizarse a diario, y los periódicos salen con casi las mismas páginas en verano que en otoño. Aún recuerdo la tabarra que nos dieron con las salidas de Emery y Sampaoli. Se iban a ir, ¿no? Pues ya está, hombre. No me seas más coñazo. El ruido sólo puede enturbiar el recuerdo que el futbolista deja.

Me da repelús la gente crecidita con la piel fina y que, lejos de intentar aumentar su grosor, se desvive por reducirlo. Por tanto, para todo futbolista que se va, buena suerte y hasta luego. Esto está montado así, y el aficionado no tiene que volverse loco. Sin embargo, algo me frena si pretendo glosar las cuantiosas virtudes futbolísticas de Vitolo. Algo me impide rememorar, por poner un ejemplo, aquella descomunal noche en Mönchengladbach. Alabar su entrega intachable mientras estuvo aquí. Este texto debería ser otro, e ilustrarse con una foto del canario sonriendo y formando un corazón con sus dedos. Pero no me sale. De verdad que no me sale. Cada verano, filtro la información que consumo, tiro de experiencia y pongo media sonrisa en las despedidas. No sé si es una actitud madura, pero desde luego la considero más sana. Pues joder, qué rematadamente mal ha tenido que hacer las cosas Vitolo para que lo único que me salga sea desear que le vaya lo peor posible en su carrera. A un tío que ha ganado aquí tres uefas. Manda cojones.

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Lo que ya nunca será

No es este el lugar más indicado para listar la retahíla de despropósitos que servidor llevaba a cabo cuando contaba veintipocos años, pero sí cabe señalar uno de ellos. A esas edades, y a algunas más tempranas, me tragaba partidos de equipos extranjeros concentrándome, casi exclusivamente, en determinados futbolistas. Y, ojo, era tan iluso que disfrutaba elucubrando que el Sevilla los fichase antes de que se convirtieran en inalcanzables para su economía, aunque probablemente la mayoría ya lo fuese. Como si a la secretaría técnica le hiciese falta alguna clase de ayuda. Aquel hábito, que hoy motivaría la inmediata apertura de una cuenta en Twitter con la palabra scouting en la biografía, a mí me servía, generalmente, para pasar las resacas.   Sigue leyendo

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El viejo y las finales

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Tirarte una década paseando por Europa con la polla fuera debe traer consecuencias. Pantalones por las rodillas, piernas abiertas evitando que bajen hasta los tobillos y un contoneo de caderas juguetón para que, simultáneamente, el nabo se bambolee mientras sonríes a los paisanos. Ir así por la vida no puede acabar bien. Cuando en el cole algún compañero que debía estar en un centro de educación especial practicaba esta suerte en el recreo, yo no era de los que gritaban entre carcajadas IRA EN·NOTA!!!; mi particular configuración emocional me hacía pensar, verás la hostia que se va a llevar. Esta situación ya me desespera. Es una tensión constante a cada gol de un equipo contrario. La actuación de Beto en San Petersburgo, lo rápido que nos remontaron la semana pasada en Lviv, fueron promesas incumplidas de descanso. Parar un poco, coño. Pues no. Llega Vitolo. Gameiro. La maricona de Palop en Donetsk. Ni siquiera grito el gol. Sólo pienso: otra vez.  Sigue leyendo

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La aceptación de la derrota

(Nota de la redacción: Este artículo se pensó antes de ganarle al Fútbol Club Barcelona, pero dada la consabida eficacia de esta bitácora, no ha sido publicado hasta hoy)

Parece como si viviésemos en una novelización de algunos aspectos de la existencia. O, más concretamente, una guionización, toda vez que los novelistas acostumbran a ser sujetos desvergonzados y aficionados a la dispersión. Pero en el cine la justificación de todo tiene que ir por la vía directa. Hablamos, claro está, en el plano teórico, porque luego uno se encuentra con algunas películas cuyos guionistas se esforzaron más en convencer al mundo de que tenían algún talento que en intentar cultivar las reglas básicas del audiovisual. Y, como decíamos, una de esas normas ineludibles es la de que, en la ficción, todo ha de estar motivado. Los personajes tienen que comportarse como lo hacen por alguna razón. Expresado en forma de axioma, la ficción siempre supera a la realidad. El suceso real puede ser aburrido, estúpido o, sencillamente, totalmente increíble. La ficción no puede concederse ese lujo. La vida real puede terminar con que un buen día te levantas y te atropella un autobús. Si eso ocurre en una película, el crítico que la vea a duras penas podrá caminar ante la erección que le supondría esa alfombra roja para el destripe. En definitiva, existe la tendencia a pensar que cada vida es una película que se está rodando, y que todo lo que acontece, lo hace por algo. Sigue leyendo

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Las ratas no huyen del barco

“¿Qué es lo indispensable en el fútbol? En el fútbol, los entrenadores no son indispensables. Los medios de comunicación, da lo mismo. Los dirigentes, da lo mismo. Los árbitros, da lo mismo. Los espectadores, da lo mismo. Lo único que, desde mi óptica, es insustituible, son los hinchas”. La cita, para aquellos que desconozcan su autoría, es de Marcelo Bielsa, uno de esas cosas que todavía hacen que todo este tinglado del fútbol valga la pena. Y cada vez quedan menos. Otro de esos reductos, multiplicado por cien mil basándonos en obvias razones para todo lector de esta bitácora, es lo que acontece en el Sánchez-Pizjuán cada vez que el Sevilla disputa un partido como local. Ahí, donde el sevillista canta, ríe, llora, insulta, muere un poco para después resucitar mucho, es donde reside la magia. No es preciso que incidamos en la descripción: el que lo vivió lo sabe. Sigue leyendo

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Pasar la SE-30 debería estar penado

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Era demasiado joven y estaba a 800 kilómetros de mi casa, considero disculpables mis dos impresiones. La primera, ver salir al Sevilla de rojo. Una cuestión de costumbre, en los primeros 90, el Sevilla vestía de blanco inmaculado. Sabía que allí iba a vestir de rojo, pero, no sé por qué, no me lo esperaba. La segunda, que lo abuchearan a la salida. Esa todavía me dura. No comprendo cómo se puede ser tan hijo de la gran puta para insultar al Sevilla. Una vez, en Salamanca, me giré hacia la afición local e hice contacto visual con una vieja que insultaba a nuestro equipo. La interpelé así: “Señora; al Sevilla, palabrotas, no. Al Sevilla, besitos”, al tiempo que tiraba besos, ora con la mano izquierda, ora con la derecha. Se me quedó mirando unos cinco segundos y desapareció. Creo que evangelicé a un alma perdida. Lo último que sé de ella fue que llamaba a dos números de la policía nacional y, mientras conversaba con ellos, me señalaba llevándose un dedo a la sien. Aquella tarde del Sardinero formaba parte de una de esas temporadas noventeras en las que el desplazamiento más cercano era Albacete. Habíamos salido de Sevilla a las diez de la noche del sábado, recorrido la península durante catorce horas y presentado en Santander con el tiempo justo de ver el partido. Me gustó. Me gustó muchísimo esa especie de mística de marchar como un ladrón en la noche, cuando todos dormían o se drogaban, en pos de un bien mayor y comunitario. (Cuando los soldados soviéticos llegaron a Alemania, vieron en las granjas, en los pueblos, en las fábricas de sus enemigos, un nivel de vida, unas comodidades, completamente inconcebibles para ellos. No entendían cómo gentes tan ricas habían invadido el culo del mundo que ellos llamaban hogar. A veces, cuando hablo con sevillistas diez o doce años menores que yo, me siento como uno de esos soldados.) Creo innecesario decir que perdimos. El fútbol, como la vida, está fuera de casa. Sigue leyendo

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Decíamos ayer

Hace escasos cinco meses, con la tercera Uefa recién llegada a nuestras vitrinas, en esta humilde bitácora publicamos esto. Que, por si usted, estimado lector, tiene mejoras cosas que hacer en la vida que (re)leer, ya le resumimos nosotros. Viene a decir que a veces la vida sí que puede ser maravillosa, pero que hay que reforzarla con acciones para que lo siga siendo. Traducido, que era muy bonita la comunión entre equipo y afición, que nadie podrá con nosotros si estamos unidos, pero que no vayamos a cagarla. No es que seamos una suerte de Casandra, profética e ignorada, sino que hay veces en las que, desgraciadamente, resulta casi imposible no acertar: la gente de la ralea que toma las decisiones en este club siempre acaba tirando para el monte. Sigue leyendo

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Antes de que vuelva a ser tarde

Vaya por delante una puntualización. Este breve artículo, a diferencia de los que solemos publicar en esta humilde bitácora, no va dirigido al sevillismo. Al menos, no al sevillismo en su conjunto, sino a una parte muy específica del mismo. A la clase dirigente, concretamente. Sabemos que entre nuestro impagable abanico de lectores se incluye gente perfectamente capaz de hacerle llegar estas líneas a las cuatro o cinco personas que toman las decisiones en el club. A los que tienen los despachos en el largo pasillo de la planta noble del estadio. Así que, si pueden, háganlo. Nos permitirán esta osada exhortación, pero creemos que está sobradamente motivada. En primer lugar, porque somos una mijita sinvergüenzas, no tiene objeto negarlo. Y segundo, y más importante, estamos plenamente convencidos de que la razón nos asiste. Cuando alguien desarrolla un postulado válido, ha de ser capaz de defenderlo ante cualquiera.

Además, vamos hasta a hacer las cosas bien. Como tanto se ha repetido, los análisis los preferís a final de temporada con la intención, es de suponer, de que sean a posteriori. En este caso, pese a la fecha, serán a priori, ya que se refieren a decisiones que están por tomarse en el futuro próximo. En efecto, estamos poniendo el parche antes de la herida. Pero es que ya tenemos algunas cicatrices, y a estas alturas va siendo mejor prevenir que curar.

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El día del cateto

El ser humano, caprichoso él, tiene la perversa costumbre de habituarse a lo bueno. Hay quien lo llama evolución. Una vez que se alcanza algo que el conjunto de una determinada sociedad puede convenir como positivo, se considera un atropello que alguien ejecute una degradación y  elimine ese logro. Se entiende, claro está, que esta máxima se aplica a situaciones duraderas y de índole social. Tú puedes irte una semana a la República Dominicana y por mor de una pulsera de plástico en tu muñeca no tener apenas preocupaciones relevantes. Principalmente, que el sol no te queme demasiado, que la camarera te siga echando mojitos todo el día y que el cocinero te haga, en mitad del salón comedor, un plato que no lleve demasiada yuca. Luego, regresas a tu casa y resulta que está lloviendo, te das cuenta de que los mojitos son una bebida para desviados y/o resacosos y comprendes que cocinar en el salón es imposible sin meterte en obras, además de ser una idiotez supina por aquello de los olores. Pues este choque, esta rebaja en tu calidad de vida llamada “síndrome postvacacional” por esa clase de tipos que le ponen nombre a todo, eso no cuenta. Ahora te das de bruces con la realidad y regresas al estado normal de las cosas, ya que lo del Caribe era algo meramente temporal.  Si nos ponemos una mijita serios, un buen ejemplo que sí refleja a la perfección lo comentado es esa ley que regula la voluntad de la mujer o aquella otra que coarta la de toda la sociedad. Leyes que si se hubiesen promulgado hace cuarenta años gozarían, probablemente, de una aceptación popular. ¿Qué ha cambiado? Pues el paso de los años, el bagaje social y la memoria. Salir con estas en el año 2014 es un acto de poca vergüenza porque la gente ya sabe qué es lo bueno. Ni siquiera lo bueno, simplemente lo lógico.  Sigue leyendo

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Una de película

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Hace cien años, durante el apogeo del cine mudo, los espectadores no echaban nada en falta. Aunque hoy nos pueda parecer que el cine estaba limitado desde antes de la llegada del sonoro, a su tatarabuelo, el protofriki fan de Keaton y Murnau, se la sudaba que no hubiera sonido. Más aún, le importaban tres cojones los intentos de desarrollar un cine sonoro, considerándolos cosas de cuatro chalaos. Se había acostumbrado a un lenguaje basado en la pantomima, la imagen y el movimiento. Si alguien quería oír diálogos, se iba al teatro. El cine era otra cosa. Algo nuevo, independiente, que le acercaba historias, planos, paisajes y héroes nunca vistos, con su propio modo de expresión.

Una vez llegó el puto sonoro, me cago en “Cantando bajo la lluvia”, los principales creadores cinematográficos lo vieron como una limitación, más que como una posibilidad de perfeccionamiento de su arte. Habían estado años buscando soluciones expresivas ajenas al lenguaje que le daban al cine un carácter genuino que ahora, con la palabra, perdería. El público, veleidoso como siempre, se volcó con el cine sonoro y aquí estamos. Menos mal que en España aún quedan actores puristas, como Mario Casas, que nos ahorran cualquier sonido inteligible para que pongamos los cinco sentidos en seguir la historia más allá de meras verbalizaciones. Sigue leyendo

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