PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Estaba esperando al 12 en la avenida de Pino Montano, hace dos domingos, y llegó un chaval con la cara llena de barrillos. Coño, ¿desde cuándo no veía yo un nota de 16 o 17 años con la cara como el culo de un pavo? Que quede claro que admiro el cutis finísimo de los niños de ahora. Si son más altos, más guapos y con mejor manejo del secador que nosotros a su edad, ole sus huevos. Pero me llamó la atención por la de años que no veía algo que hasta hace poco era muy normal. Como los niños con las rodillas o los codos llenos de postillas o, directamente, enyesados. O como los carteles de cine en la calle. Antes había montones de carteles de cine por la calle. Generalmente por el centro, pero tampoco eran raros si estabas en una zona con cine, como la parte del colegio de los Moros, que tenía al lado el cine Delicias. En San Marcos, enfrente del balcón de mi abuela, había uno, en la acera donde estaban los billares. En esos billares el viejo le ganó a mi tío unas Ray Ban de aviador guapísimas, las primeras gafas de sol que le conocí. Le dijo, Enrique, si te meto un 9-0, ¿me das las gafas? Mi tío era mucho mejor que él al futbolín. Desde chico, se dejaba caer por aquellos billares y calentaba a tíos mayores, tíos adultos, cuando él tenía 10 o 12 años. Pero mi viejo tenía una mala hostia protocaparrosiana que no se la saltaba un fraile, así que le metió ese repaso, que a mi tío, además de las gafas, le costó un señor cabreo de su novia, que se las había regalado.
Pero, bueno, que los carteles. Cada cartel era una especie de marquesina adosada a la pared, no es que el cartel estuviera ahí, desnudo, colgado con chinchetas, y encima del marco había un panel rectangular que te decía en qué cine echaban esa película. A pesar de esta protección, todos estos carteles estaban rotos en un sitio estratégico. Yo qué sé, en el cartel de En busca del arca perdida, había un agujero justo en la cara de Indiana Jones; en el de ET, uno justo donde se unían los dedos del niño y del bicho. Siempre me pregunté por qué hacían esa cabronada. De esta duda me sacó mi vieja. Mi padre, como todos los hombres de bien de este país, escuchaba al acostarse el programa de José María García. Después de José María García, venía “Polvo de estrellas”, de don Carlos Pumares. Había una sección de llamadas de oyentes y, una noche, mi pobre madre, que nunca ha podido dormir con la radio puesta y Dios primero la castigó con un marido fan de Bobby Deglané desde su más tierna infancia, y después la premió con una sordera para que pudiese recuperar todas aquellas horas de sueño perdidas, escuchó a un paisano preguntar a Pumares precisamente esto, por qué coño se arrancaba una parte muy importante de los carteles que había desperdigados por las ciudades. Pumares no se lo cree. ¿Desde dónde dice usted que llama? Desde Sevilla. ¿Y en Sevilla hacen qué? Arrancar del cartel de Rocky la cara de Rocky, del cartel de Indiana Jones la de Indiana Jones y del cartel de El embarazado la de Pajares. Pumares, después de cagarse en todos los muertos de cristo, explicó que esto era práctica común antes y sólo en barrios chungos, para que nadie destrozara la marquesina y se llevase el cartel. Pues en Sevilla se sigue haciendo, don Carlos, dijo el oyente.
El cartel de San Marcos era del cine Apolo. El cine Apolo estaba en Bustos Tavera, donde después pusieron El perro andaluz. Un cine en Bustos Tavera, colega, al lado de donde sale La Mortaja. Al menos no pusieron un supermercado, como en el Delicias (allí vi El día de la bestia), el Rialto (allí vi un montón, estaba al lado de la parada del 12 de Santa Catalina, casi era el cine del barrio, Quién engañó a Roger Rabbit, por ejemplo) o el Regina (allí vi Tierra y Libertad). Era un mamoneo aquel cine, el Regina. Tenía el suelo de madera y cada vez que entraba un rezagado parecía que entraba Dolores Vargas, La Terremoto. Y no paraban de entrar, porque todos los cines iban en sesión continua. Sesión continua era que ponían el primer pase a las cuatro de la tarde, por ejemplo, y estaban constantemente echando la película sin necesidad de que nadie saliera de la sala. Así, si te gustaba la película, podías verla dos veces seguidas. O siete, si habías encontrado la película de tu vida. O entrar con la película empezada y verla en dos tiempos. Algo muy común entonces, así he visto muchas películas, primero la mitad del final, después la del principio y, si tu madre o tu abuela no tenían mucha prisa, veías el final y la película entera otra vez. Todavía hoy me pregunto cómo hacían para saber que el cine estaba lleno y no podían seguir vendiendo entradas.
Después estaban los programas dobles. Esta era la oferta esquizofrénica de los cines de verano, dos películas por el precio de una, dos películas que no se parecían nada entre sí, se buscaba contentar a, literalmente, todos los públicos. Primero proyectaban una comedia o una película infantil para después ponerte algo truculento. Como a mi padre nunca le gustó tirar el dinero y eso de irse después de la primera película lo veía algo de mariconas que malcriaban a otros que en un futuro próximo serían tan mariconas como ellos, he visto programas dobles que consistían en Los Goonies y El nombre de la rosa, Todos los perros van al cielo y Hellraiser o Agítese antes de usarla y La muerte de Mikel (aquí me quedé dormido). A esta estrategia comercial hoy se la llamaría buscar la transversalidad.
Lo de los programas dobles también lo hacía antes el Sevilla. O lo de la sesión continua, nunca he sabido qué ejemplo le venía mejor. El primer equipo jugaba a las cinco de la tarde y el Sevilla Atlético jugaba a continuación su puta mierda correspondiente, que, tal vez en demasiadas ocasiones, era mucho mejor que el plato fuerte del día. Sin ir más lejos, uno de los últimos que recuerdo, después del Sevilla-Oviedo de la 92/93, (0-1, gol de Carlos de penalti, con Maradona quejándose de la hora del partido, doce del mediodía, pues era Domingo de Ramos, y de los insultos que se le había dedicado a su señora en la grada, que en abril ya andábamos una mijita de hartos del astro argentino) vimos, los cuatro gatos que nos quedamos, que con el día que era aquello no se lo tragaron ni los padres de los futbolistas, un pedazo de 3-2 entre nuestro amado filial y el Écija. Igual que no sé cómo hacían para las entradas en las sesiones continuas, tampoco sé qué método se adoptaría en los vestuarios. Que Maradona se vistiera al lado de unos tales Emilio, Manolo o Jesús, pues además de valerles a esos tres para llevar 25 años contando en la bodeguita en que paren que su mejor recuerdo de un Domingo de Ramos no es ninguna chicotá de la Amargura o de la Estrella, sino la vez que le vieron la polla a Diego Armando Maradona, sería normal porque al menos les sonaría la cara de la ciudad deportiva. Pero llegar con tu macuto al vestuario, apartar unos zapatos que manchas sin querer, y al terminar el partido del Sevilla ves que esos zapatos pertenecen a Nikola Jerkan, no debe de ser una cosita de gusto, ni siquiera para un central astigitano.
Pero esa duda es absurda si la comparo con la del público. No que nos quedáramos. Cada uno tira por la borda su vida como quiere. Y que ya está bien de pasos. El misterio era el tío que, en un estadio con capacidad entonces para 70.000 espectadores, en el que nos habíamos quedado dos mil, veía entero el Sevilla Atlético-Écija en su esquina de fondo, en la quinta puñeta, casi en un córner, tragando sol a las tres de la tarde, con todo el estadio para él. ¿De qué coño iba ese tío? ¿Qué era, un anarquista? ¿Uno que va de listo, que piensa por libre? ¿Un pedazo de hijo de puta? Illo, vete para abajo, ponte más centrado que lo verás mejor, acércate a algún otro náufrago a comentar la ruina que se nos viene encima con los putos argentinos y esta mierda de filial del que no hay nada que rascar. Algo, coño. Sé social con los asociales.
Ahora lo sé, ahora sé porque estaban ahí esos tíos, atados a su asiento. Leía un relato de un argentino en el que cuenta que, en el metro de Buenos Aires, se pone en marcha un conteo, experimental y a efectos estadísticos, de los pasajeros durante una semana. El miércoles, después de dos días de estadísticas normales, ven que les faltan cuatro pasajeros. Que entraron ciento y pico mil cincuenta y seis y subieron a la superficie ciento y pico mil cincuenta y dos. El resto de la semana transcurrió con normalidad. No me interesa ahora, ni viene a cuento, la resolución de la trama. Pero se me quedó grabada durante 18 años una frase, “nadie ha contado jamás a la gente que sale del estadio de River Plate un domingo de clásico”. Pues claro, joder. Esos tíos no están ahí, esos tíos se quedaron ahí. Para siempre.
Lo sé porque lo he visto. Sé de uno que, en noviembre de 1968, con diez años, con una banderita de aquellas que vendían en los puestos de fuera del estadio, no más grandes que un folio y sujetas con grapas a un palito de madera, vio a su equipo ganarle 1-0 al Ilicitano, el filial del Elche, y, de la de agua que caía, cuando llegó a su casa le tuvieron que cambiar hasta los calzoncillos y por poco no le muele a palos su padre, por subnormal. Pero ya daba igual. Se había quedado para siempre en gol norte, agarrado a su bandera con mástil de madera grapada a un lienzo blanco y rojo. Sé, porque lo he visto, que un chaval de doce o trece años se quedó allí para siempre cuando el desequilibrado que lo llevaba al fútbol, porque no tenía a nadie más con quien ir ni él quería ir con nadie más, en el descanso del 2-6 que nos metió el Madrid un sábado de feria, le dijo, “mira, esto no lo vamos a remontar ni de coña, pero ahora vamos a partirnos la garganta animando a nuestro equipo, no a esos perros, a nuestro equipo, a nosotros, a nuestros cojones. Y como no te vea cantar te parto la cabeza”. Lo agarró con un abrazo de los hombros, lo metió por el vomitorio de la puerta 22, y allí se quedaron para siempre. Sé de otro que se quedó allí en otro día de mucha lluvia, el Sevilla-Torpedo, porque sabía que esos once que ya no jugaban de blanco, sino de marrón por la cantidad de barro que había aquella tarde de noviembre del 90 (¿pasó con los campos embarrados lo mismo que con los niñatos con la cara llena de granos?), van a marcar tarde o temprano el tercer gol que nos lleve a la prórroga. Allí sigue esperando, en la grada alta de fondo, con la cara pegada al palo metálico y frío de un paraguas extensible. Sé, porque me lo han contado a mí y a nadie más, que hay quien, cada vez que cruza San Jacinto, oye a un hijo de puta decir con guasa “no hay que tener valor” porque iba a ver un Sevilla-Jaén, tres días después del día del Isla Cristina. No son espectros. No son esa cursilada necrófila del tercer anillo. Son los que no pudieron volver. En un sitio determinado del estadio vieron el partido de su vida, en el fotograma que les marcó y ya no pueden ir a otro sitio. No por nada. Es que les daría vergüenza. Sé de otro que, cuando le ofrecían un abono en preferencia, llamaba a un amigo para que fuera a recogerlo y lo aprovechase (¿por qué existía esa fobia a que un carnet se quedara colgado, a que nadie lo aprovechase?) y él se iba a gol norte juntando a dos desconocidos.
No se van a mover nunca. Es su estadio, es su ciudad, son nuestras costumbres, verlo siempre en el mismo sitio, robar carteles de cine cuando nadie lo hace, ponernos bocabajo y poner bocabajo un estadio para dejar con la baba colgando a media Europa. Y las costumbres siempre siempre siempre hay que respetarlas. Si no, no seríamos nosotros.
En el Rialto vi yo, por ejemplo, Drácula (la de Coppola). Y en el Regina, Memorias de África (en reposición, el Regina en los últimos años se quedó como los canales B estos de Mediapro, que reponen cosas viejas, no ponían estrenos, pero era de puta madre, porque ponían clásicos y más baratos). Y Ese Sevilla-Oviedo también me lo comí yo con papas (aunque no me quedé a ver al Sevilla At., no por poco jartible, sino porque imagino que entonces viviría en el pueblo y se iba el autobús de la peña), lo mismo que el Torpedo, que se me quedaron los pies como si el partido se hubiese jugado en Moscú, de lo que llovió y de la mierda de zapatos que me gastaba yo por entonces…
Chapó
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Supongo que el relato será metáfora de los desaparecidos durante la dictadura, como la peli ésa de ‘Moebius’ de Gustavo Mosquera.
¿Llegaste a conocer el cine Lux? Estaba en el cruce Conde de Halcón con Dr. Jiménez Díaz
Muy bueno
El partido con el Ilicitano (manda cojones el filial del Elche) fue en el 73