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Unai, siempre Unai

Las historias más hermosas no acostumbran a arrancar en lugares particularmente bellos. Por eso, este relato comienza en Mestalla. Mes de enero, año 2013. El Sevilla acaba de perpetrar su enésima atrocidad de la temporada, incapaz de crear una mísera ocasión de peligro. Una derrota inapelable, de esas que, más que enfadar, asquean. Y cae por culpa de dos goles de Soldado, anotados tras sendos saques de esquina botados por Banega. Encima, el primero de ellos, peinado por Rami. Tras el partido, congelado en aquel graderío anodino, con la singular sabiduría que aporta tener el cerebro embebido en mistela, combiné una súplica con una lúcida conclusión. “Esto tiene que acabar”, me dije. La mayor ignominia sentada en nuestro banquillo desde José Antonio Camacho no podía continuar al frente de la nave, porque lo mínimo que requiere un naufragio es un capitán digno.

El temblor en las piernas rivales, las sacudidas de los cimientos del estadio en las fascinantes noches europeas, cincelar la historia a base de goles, todo había quedado atrás. La grandeza también. Reposaba en las hemerotecas, como el amor del soldado que jura regresar en una carta que los años convierten en factura, en mero justificante. Un simple testimonio, más persuasivo que emotivo, para atestiguar que realmente hubo un tiempo en el que fuimos los mejores. Por eso, a principios de aquel 2013, nuestro destino era convertirnos en una extravagancia en la lista de vencedores ueferos, en una pregunta a un padre o a un abuelo de algún chiquillo que, ávido de conocimiento futbolero, consultara tiempo después el palmarés europeo y no comprendiese lo de 2006 y 2007. “Se les juntó una generación de jugadores increíbles y consiguieron dos Europa League seguidas. Se les apareció la virgen y no los eliminaba ni dios. Casi ganaron una Liga, imagínate. Ahora no sé ni en qué división están, pero qué buenos eran…”, respondería el hijo de puta del viejo cuando nuestras lánguidas vitrinas únicamente soportasen trofeos deslustrados. Y a mí, aquel posible devenir, me sumía en una preocupación no muy diferente del miedo. Sé que es un pensamiento injusto con los aficionados de la mayoría de clubes, los que nunca ganan nada, pero el deseo de alcanzar la gloria se multiplica si ya la disfrutaste. Te inunda una avaricia, puede que culpable, pero también irrefrenable. Un anhelo de demostrar que no te había tocado la lotería durante un par de años. Creedme: detestaba ser flor de un día. Al contrario que De Niro en ‘El rey de la comedia’, también había sido un fracasado toda mi vida, pero quería ser rey por algo más que una noche.

Afortunadamente, tanto Míchel como yo tuvimos que hacer las maletas, aunque con destinos dispares. Uno, directo a las páginas negras de la historia sevillista, y un servidor, a vivir al extranjero. La última noticia que tuve antes de partir fue la contratación de un nuevo técnico, Unai Emery. Obviamente, sabía de su existencia, pero decidí conceptualizarlo como uno de esos detectives del cine negro clásico; un tipo carente de pasado, cuya existencia arranca cuando lo hace la acción. Me fui, como todo el que se marcha, clavando un recuerdo a mi paso, y sin ni siquiera valor suficiente para llevarme de equipaje la esperanza de regresar a ese lugar abstracto donde éramos campeones. Desde la distancia observé cómo aquel equipo, que jamás fue un conjunto, iba tapando agujeros a base de chispazos, hasta instalarse en la mitad de la tabla. La grandeza seguía ahí, existía a un clic en Youtube, pero cada vez se hacía más borrosa en la memoria, igual que los sueños que recuerdas al despertar y se desvanecen, inmisericordes, en el nuevo día. En ese enrarecido ambiente de despedidas, llegamos al último partido en casa, precisamente contra el Valencia, con opciones de ser novenos. Un puesto que confirmaría la mediocridad excepto porque aquella temporada, gracias a una carambola financiera, terminó dando acceso a la Uefa. Extraños sucesos de la vida, como despertarse por culpa del silencio si te apagan el televisor. En aquel partido, vaya usted a saber por qué, se luchó. Banega marcó un golazo como adelanto de su talento fastuoso. Y fue la tarde más mágica de todas las mágicas tardes de Álvaro Negredo en el Sevilla.

Así que Unai iba a comenzar una nueva campaña cogiendo al equipo desde verano, para poder moldearlo a su particular antojo, y encima clasificados para la Uefa. Con lo que quizás no contaba era con la amplísima renovación que sufriría la plantilla, cambiando jugadores de renombre por un puñado de dudas. Pero como el propio Emery ha mentado alguna vez, quizás él lo entendió todo cuando vio la cuantiosa representación sevillista desplazada a Estoril, en los albores de la competición. Fue como una vieja potencia que envía un ejército dormido a dirimir una escaramuza: una declaración de intenciones. Eso, unido al recuerdo de la anécdota, también habitualmente referida por Unai, en la que Del Nido le instruía en la importancia de disputar finales frente a conseguir clasificaciones. Para que luego rechacen el pedagógico papel de los criminales en una sociedad.

De todos modos, costó que la máquina arrancase, especialmente en Liga. Pero en la competición uefera avanzábamos, batiéndonos, por fin otra vez, en heroicas batallas. Ronda a ronda, golpe a golpe. La primavera volvía a ser perentoria y agónica y hermosa. Pobre del que esperase un retorno exento de lucha, porque no hay regreso que merezca llevarse a cabo si no obliga a dejarte un trozo de alma para completarlo. Basta como ejemplo Mestalla, otra vez Mestalla, tan igual pero tan distinta, campo de la penúltima batalla que concluyó con aquel gol imposible. Cómo no abrazar a Unai en nuestro manicomio, si cuando al día siguiente logré ver su celebración no pude sino reconocerla como un calco de la mía. Y de ahí a la final, aunque poco antes ya viéramos esos partidos como se ven por televisión las ciudades que quisimos y que nos quisieron: sorprendidos de que sigan existiendo sin nosotros. La Uefa perfecta, de principio a fin, es la tercera. Porque no podrá inventarse jamás travesía que reúna más virtudes propias del Sevilla y de su entrenador que aquel descarnado regreso del héroe a su patria perdida.

No quiero restar belleza alguna, huelga decirlo, a la cuarta y a la quinta. Cierto es que no se puede construir un relato tan épico a su alrededor, pero qué duda cabe de que nos hicieron disfrutar como los niños pequeños que quizás sólo el fútbol nos recuerda, muy de vez en cuando, que fuimos. Por dos veces, Unai volvió a enfrentarse a una plantilla con casi la mitad de integrantes modificados. Y en ambas ocasiones salimos campeones. El mérito de esto es inconmensurable y es que, sin ir más lejos, la anterior etapa exitosa del Sevilla logró mantener el grueso de sus estrellas para repetir título. Pero Unai tuvo que reinventarse cada verano, conjuntar y convencer a tres grupos distintos de que no había más camino que el de seguirle a ciegas. Y así los jueves volvieron a ser el mejor día de la semana, y cosechamos nuestra más alta puntuación en Liga, una final de Copa y, por supuesto, las tres uefas. Y también llegó para quedarse la confirmación de que no fuimos flor de un día, sino un equipo grande en el continente que, como tal, o gana cosas o aspira a hacerlo de cuando en cuando. En etapas claramente diferenciadas. Y aunque pasen lustros y no llegue el próximo trofeo, el status conseguido con Unai ya no se perderá nunca.

No obstante, vivimos tiempos en los que hay personas firmemente resueltas a convertirse en parodias. Otros, en cambio, activan con pasmosa celeridad un mecanismo de defensa tan socorrido como longevo: despreciar en cuanto se adivina el desapego. Y algunos necesitan constantemente situarse lejos de la opinión generalizada, quién sabe si como lastimosa y única vía de reafirmación individual. Estos factores, por separado o en explosiva combinación, provocan que haya quien pretenda rebajar la importancia de la labor de Emery en el Sevilla. Que conste que desde este mismo momento me arrepiento de darles pábulo en este texto, pero lo hago con la fortaleza que me otorga no creerles.

Porque no. No les creo. Ni aunque cien segundos me sostuvieseis la mirada: no os creo. Me niego a concebir que, en el discernimiento que ofrece la soledad, una vez vuestra máscara cae al suelo, no os aflore media sonrisa, quizás melancólica, al pensar en Unai. El que nos tatuó en la piel la grandeza, imborrable, que no admite ni duración ni revisión ni regreso. Ese vasco que, aplicando la clarividencia con la que resumimos vidas ajenas, y nunca las propias, podemos aseverar que nació para encontrarse con el Sevilla en su camino. Para que nosotros lo disfrutásemos, y lo atesorásemos en el más pasional de los rincones cerebrales, revestido con la mayor felicidad que un aficionado al fútbol puede experimentar. Cierto es que ahora se va, igual que se acaban yendo todos, y poco interesan los detalles, ya que no existe momento o manera que atenúe el fin de un romance. Pero se marcha sin mejor despedida que su legado, una historia tan bonita que hasta duele haberla vivido ya, porque deja casi yermo el terreno de los sueños por cumplir.

Todos dicen, y tal vez sea cierto, que el fútbol no tiene memoria, pero nosotros sí. Antes de que nos arrase el huracán desvergonzado de la nueva temporada, que jamás amnistia a su antecesora, permítannos paladear el último brindis a la salud de Unai. Se marcha con todos los honores imaginables el que es, incontestablemente, el mejor y más exitoso entrenador de la historia del Sevilla. Y eso, teniendo en cuenta que hablamos de un grande de Europa, no lo consigue cualquiera.

unaibesocopa

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Tantas veces me mataron, tantas veces me morí

Hay versos, probablemente los mejores, que se explican solos. Que a cualquiera emocionan y que cualquiera entiende, porque los convierte en suyos. Es decir, que traspasan el papel o la voz y se instalan para siempre en un misterioso recoveco del cerebro.  Ahí se atrincheran, aparentemente en calma, dispuestos a atacar en algún momento de nuestras vidas, generalmente cuando andamos con las defensas bajas. En mi caso, de forma casi indefectible, suelen aflorar con el fútbol.  Y el mejor ejemplo es el inicio de una canción que conocí de la boca de una bonaerense obesa, con la cara como una sandía, que vestía con mantas de un tamaño que permitiría a seis esquimales pasar calor en invierno, y que el resto del mundo reconocerá por el nombre de Mercedes Sosa. De la guitarra sale un arpegio, y la gorda se pone a cantar. Sigue leyendo

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El viejo y las finales

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Tirarte una década paseando por Europa con la polla fuera debe traer consecuencias. Pantalones por las rodillas, piernas abiertas evitando que bajen hasta los tobillos y un contoneo de caderas juguetón para que, simultáneamente, el nabo se bambolee mientras sonríes a los paisanos. Ir así por la vida no puede acabar bien. Cuando en el cole algún compañero que debía estar en un centro de educación especial practicaba esta suerte en el recreo, yo no era de los que gritaban entre carcajadas IRA EN·NOTA!!!; mi particular configuración emocional me hacía pensar, verás la hostia que se va a llevar. Esta situación ya me desespera. Es una tensión constante a cada gol de un equipo contrario. La actuación de Beto en San Petersburgo, lo rápido que nos remontaron la semana pasada en Lviv, fueron promesas incumplidas de descanso. Parar un poco, coño. Pues no. Llega Vitolo. Gameiro. La maricona de Palop en Donetsk. Ni siquiera grito el gol. Sólo pienso: otra vez.  Sigue leyendo

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Breve y descarnado elogio a unas semifinales

La vida, para qué andarnos con rodeos, es una concatenación de derrotas hasta la inconmovible derrota final. De la propia actitud del individuo depende cuántos pequeños triunfos sea capaz de descubrir, disfrutar o imaginar. Con suerte, logrará irse a la cama un buen puñado de noches con la convicción de que el día ha sido satisfactorio. O de que, al menos, los triunfos puntuales compensaron todo lo que se perdió. Lo habitual no es sentirte realizado profesionalmente, que te corresponda la persona a la que realmente amas, que te estremezca una película o una novela, que tu equipo de fútbol gane partidos determinantes. Que tus deseos más profundos se hagan realidad. No. Lo habitual es lo otro. Por eso quedan grabados con tanta fuerza los momentos efímeros en los que la victoria decide sentarse a nuestra vera.

Así, por más que el Sevilla Fútbol Club dispute este jueves su quinta semifinal europea, nadie en su sano juicio deja de valorarla como se merece. Por más que sea la tercera consecutiva. Claro que son muchas. Son muchísimas, pero el hueco por llenar es tan grande que nunca serán suficientes. Al final, el hombre es lo que recuerda, por eso necesitamos tantos días satisfactorios como sean posibles. Nuestros anhelos melancólicos se nutrirán de combates como los del Shakhtar. Vale que las finales y los títulos alzados acaparen álbumes y recortes de prensa. Es lógico que así sea, ya que nada hay más fotogénico que la llegada a meta. Pero las sensaciones más profundas aparecen durante el camino. Porque es durante el recorrido cuando crece la ilusión de que lo insólito se torne verdadero. Estos partidos significan que pudiste llegar a lo más alto, que estuvo en tu mano, que luchaste. En definitiva, que viviste. Y eso es lo que se echa de menos cuando no queda una migaja positiva que llevarte a la boca: la posibilidad. Unas semifinales es todo lo que una persona cuerda puede desear para su vida. Cruzar la meta el primero, la excelencia, es una cosa de locos.

Por tanto, dejar de sufrir, apretar, cantar, reír, llorar y estar histérico por unas semifinales representaría un pecado tan descomunal que ni el más valiente se atreve a cometerlo. Nadie tiene las agallas suficientes como para desafiar a lo extraordinario. Así que disfrutamos de las bolitas en los sorteos, de las previas, de los cánticos, de los tifos de Biris Norte. De cada detalle que rodea a estos partidos. Porque luego llegarán los trabajos de mierda, los besos que no te han dado, las películas anodinas y, por supuesto, las derrotas de tu equipo. Claro que llegarán. Pero al menos, hasta que otro fascinante jueves de primavera llegue a su fin, los sevillistas habremos conseguido esquivarlas. Y esa victoria ya no nos la puede quitar nadie.

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El delantero Iborra

Los cronistas dirán que todo comenzó en el Santiago Bernabéu, pero ese es un relato falso. A buen seguro, la falsedad es fruto del despiste y alejada del embuste y, bueno, tampoco podemos culparles. Todo comenzó en Lieja. Es decir, en uno de esos insignificantes duelos de la no menos insustancial liguilla de grupos de la Uefa. Esa fase que apenas perdura en la memoria: ni es lo suficientemente extravagante como las rondas previas ni deja cicatrices que lucir con orgullo de campeón como las eliminatorias. De la fase de grupos uefera sólo importa una cosa: superarla. Y, para lograrlo, el Sevilla tuvo que pasear el sello de vigente vencedor de la competición por lugares como Lieja. Allí, en octubre de 2014, el conjunto que revalidaría el título meses después se enfrentó al Standard. Empate a cero. El partido se puede calificar como anodino, porque ahora nos hemos vuelto finos y decir que fue una puta mierda estaría, qué duda cabe, fuera de lugar. No obstante, el fútbol es tan caprichoso como un certamen de cortometrajistas jóvenes, y entre la mediocridad a veces encuentras una pepita de oro. Sí, probablemente se minusvalore por el conjunto que lo lastra, pero oro al fin y al cabo. Por eso decimos que este relato comenzó en tierras belgas. Allí fue donde Vicente Iborra jugó por primera vez de delantero.

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La vieja del 12

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Faltaban seis paradas para llegar a María Auxiliadora, así que me dispuse a levantarme de mi asiento. No me fío de los autobuseros. Mucho menos, de los de la línea 12. Han nacido para engañarme, para fingir abnegación en los atascos de las siete de la mañana y para correr que se las pelan al mando de las líneas nocturnas cuando le comes la boca a tu chati a tus tristes 17 años y ni a ti ni a ella os importaría que diera un rodeo por Huelva. Una de estas personas que, en su demencia y odio hacia mí, piensan que cuando subo a un autobús le doy las buenas tardes a la máquina validadora de títulos de viaje, me escamoteó la verdad de su recorrido el viernes de feria del año pasado. Pregunté, claramente, que si el 12 iba ya a esas horas al Prado. Dijo que sí. Al ver que el autobús giraba a la derecha en la Puerta Osario, caminé hacia la cabecera del autobús. Sólo me acuerdo de la última frase que le dirigí: porque, usted, no querría engañarme, ¿verdad? ¿Qué ganaría con eso? ¿Qué? Explíquese, por favor. Inmediatamente, me abrió la puerta del autobús en mitad del tráfico de la intersección con Gonzalo Bilbao y me dejó marchar, a mí y a mi tembleque de párpados y labio superior. Con estos precedentes, dejé libre mi asiento con la antelación detallada arriba. Pedí con excelentes modos a la vieja que ocupaba el asiento de pasillo que me dejara pasar. No se levantó, sólo giró su trasero, encogió sus brazos sobre su pecho y miró por la ventana. Le di con la cadera en el hombro y con el codo en la cabeza. Puede que fuera queriendo, no lo sé. Da igual, iba a quedarse con la hostia dada de todas maneras. Ya en la Ronda de Capuchinos, me quedé mirando a la vieja. Esa vieja me deseaba el mal. Aunque, ahora, la veía de otro modo. Su mirada errática, sus gestos nerviosos con las manos, su manía de aferrarse el bolso contra su vientre, denotaban un nerviosismo extremo. La vieja, segundos antes mi enemigo mortal, era uno de los nuestros. Esa vieja iba, como yo, al Ramón Sánchez-Pizjuán a ver el Sevilla-Mirandés del 21 de enero de 2016. Era un espejo, femenino y decrépito, de mi alma. Una hermana en el infortunio. A la altura del monumento a San Juan Bosco, Praeit ac tuetur, nos precede y nos defiende, posé mi mano derecha en su hombro, y le dije: “señora, tranquilidad. Comprendo su zozobra en esta hora negra de su vida. Aquí no se sabe qué es peor, que te toque un mojón de contrario en Copa o que te toque un grande. Porque este equipo es un hijo de puta. Sí, un hijo de puta, no me mire así. Usted recordará, seguro, los papelones contra Algeciras, Sabadell, Castellón y, cómo no, Isla Cristina en Copa. O lo del Racing de hace dos años, me cago en Unai. Esto es como tener un hijo toxicómano. No hace una a derechas, pero, ¿lo vas a dejar de querer? Después te hace un dibujito en el Proyecto Hombre y uno es la más feliz y orgullosa de las madres. Señora, fuera penas. Repórtese, coño. Que ganamos. Ya le digo yo que ganamos. Que es el Mirandés, no el Borussia Mönchengladbach. Tenga un kleenex. Deje esos gimoteos que nada van a solucionar. Recuerde siempre: vencimos y venceremos. Somos católicos, apostólicos y romanos y marianos y sevillanos. Tenemos fe en Dios. Sabemos que debemos pasar este baño de sangre, pero el Sagrado Corazón de Jesús nos ayudará”. Me cabreó un poco que la vieja no se bajara en mi parada y siguiera hasta Ponce de León. Sería una vaga de esas que hacen transbordo y cogen el 24 en la terminal, para asegurarse un asiento. Bueno, ella vería. Total, tiempo tenía, que quedaban cinco horas para el partido. Sigue leyendo

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El tiempo es el que es

Corría el verano de 2007. Las altas temperaturas se cebaban con Zagreb. Para situarnos, hablamos de calor nivel: viejos muriéndose. Lo que tres lustros antes no doblegó un kalashnikov, se lo llevaba por delante una triste hora de calor. La vida es una burla continua. Bueno, pues aquella noche de mediados de julio, servidor celebraba su vigésimo cumpleaños. Mi grupo de amigos, conformado por tres muchachos y cuatro chavalas, terminó en un parque público de la capital croata. Todo transcurría en alcohólica calma hasta que se nos aproximaron dos zagalas autóctonas. Tendrían unos dieciocho años, castaña una, morena la otra. La palidez de sus rostros sólo competía con la negrura de sus vestimentas. No portaban más armas que dos botellas calientes de vinorro blanco y una guitarra eléctrica que, huelga decir, no había forma humana de que enchufaran. Tardamos un rato en convencernos de que aquellas dos no actuaban como señuelo de un grupo de traficantes que, agazapados en la oscuridad, acechaban para desmembrarnos primero y negociar luego con nuestros todavía vigorosos órganos. Nada de eso. Las pobres eran hasta buena gente. Dos de mis amigos eran sobradamente más duchos con el inglés que yo, pero mi bagaje en conversaciones con majarones de toda clase y condición actuaba de tácita obligación para que llevara el peso de la charla. Lógicamente, la conduje hacia mis intereses.

Durante el día, me topé con una exposición que había convertido una larga avenida de Zagreb en una especie de paseo de la fama patriótico. Allí, sin escatimar en el tamaño de las fotografías, se admiraba la figura de personalidades croatas del mundo de las artes, la política o el deporte. Y, entre todos, me sorprendió sobremanera la ausencia de la rata ustacha. Quizás me cegaba mi condición de sevillista, pero no entendía cómo no se le rendía pleitesía a Suker. Como entre mis seis amigos no serían capaces de enumerar doce futbolistas de Primera División, ni se me ocurrió resaltarles tamaño error. Pero claro, ahora tenía delante a dos croatas. Saqué todo el repertorio: Mundial de Francia, Madrid, Ana Obregón. Resulta que la castaña no sabía ni quién era el bueno de Davor, pero la morena sí. Lo sabía perfectamente. Así, el fútbol fue monopolizando nuestra charla, a lo que la castaña reaccionó acercándose a mis amigos. Literalmente, la tía siesa estableció una separación física entre las siete personas ilustradas que desconocían qué es un fuera de juego y los dos bárbaros: la morena y yo. Mi contertulia achicaba el vino caliente como sospecho que sólo pueden hacerlo las mujeres engendradas durante un conflicto bélico. Y en esas pronuncié la palabra mágica: Sevilla.

Prometo que la boca de esa adolescente, con pinta de glosar las virtudes del último grupo que despuntaba en la escena hardcore punk de Rijeka, pronunció palabras celestiales. La tipa dijo “Alves, Kanouté”. No contenta con eso, prosiguió con Luis Fabiano, Palop (ahí incluso realizó un movimiento con la cabeza que evidenciaba un vahído colosal o una imitación del gol de Donetsk) y Maresca. Me quedé picueto. Ya luego se vino arriba e intentó comentarios por encima de las oportunidades que sus conocimientos le ofrecían, sospecho que con intenciones libidinosas hacia el melenas con el que hablaba. Pero lo importante estaba ahí. De entre los miles de equipos que existen en Europa, aquella gachí conocía el mío. Algo bueno tenía que haber hecho el Sevilla, que hasta muy poco antes sólo me había ofrecido disgustos, para ser conocido en aquellos lares. Vale que quizás fuese la única joven croata que sabía quién era Dani Alves, y vale que no fuera la chavala más cuerda de su bloque, pero para que te conozca una persona tan alejada que no viva entre parabólicas tienes que haber adquirido cierto status. Salvando las distancias, como cuando un moro de cinco años dice “Barcelona” o un chino “Leal Madlí”. Resulta que el reciente bicampeonato uefero había otorgado al Sevilla dimensión europea. Aquella noche lo constaté nítidamente. Mi equipo se había convertido en grande de verdad. Grande para el resto. La morena se despidió con embriagadas promesas de seguir el devenir sevillista en el futuro. Supongo que, de ser cierto, años después mojó las bragas con lo más bonito que jamás se enfundó la arlequinada croata. Sea como fuere, no volví a verla más. No obstante, su involuntaria revelación la tengo grabada a fuego desde entonces. Sigue leyendo

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No duerme nadie, nadie

Permítanme que, con toda la poca vergüenza, me ponga a citar a Federico García Lorca. No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie. ¿Cómo vamos a dormir? Hay varios miles de sevillistas que ya están en Varsovia, o montados en aviones y autobuses que les conducirán hasta allí. A esos a ver quién es el valiente que les convence de que hay que perder el tiempo durmiendo. Peor perspectiva se le presenta al ejército de los que nos quedamos en tierra. Nosotros, los que tenemos que concentrarnos mucho en banales tareas cotidianas para intentar engañar al rincón más indómito de nuestro corazón y confiar así en que deje de latir tanto. Ya saben, actos rutinarios como trabajar, dar una vuelta con los amigos o la familia y, en definitiva, aparentar que somos personas normales. Pero por dentro siempre están, deseando desbocarse, las ganas de que el balón eche a andar. Benditos nosotros, que vivimos estos momentos y que no nos acostumbramos. Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan. Y este Sevilla ha hecho tanto, que basta la opción de repetir lo logrado para que sea un sueño inimaginablemente bello.

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Tú eres el equipo que yo nunca soñé

Supongo que a ustedes, estimados lectores de esta humilde bitácora, también les ocurrirá algo parecido. Cada persona conserva en el recuerdo algunas ciudades que, con sólo aparecer en la rutina diaria, consiguen arrancarte una sonrisa, casi siempre nostálgica. Como el ciudadano acostumbra a vivir en una constante dicotomía de amor y odio con el lugar en el que habita, nos referimos, claro está, a una ciudad que no sea la propia. Al que esto escribe, por motivos que no vienen al caso, lo descrito le sucede con Florencia. Y, ante estas semifinales ueferas, una extraña pregunta flotaba en el aire. En caso de no pasar a la final, ¿iba a permitir que variase mi excepcional recuerdo florentino el hecho de que el Sevilla se hincase de rodillas allí? O, trasladando la duda al resto del sevillismo, ¿podríamos ponerle una cruz eterna a una ciudad tan importante, desde todos los ámbitos posibles, por un mero resultado deportivo? Sinceramente, como estamos tan tocados de la cabeza, menos mal que hemos pasado a nuestra cuarta final europea y hemos esquivado la tesitura de tener que comprobarlo. Sigue leyendo

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Grandeza llama a grandeza

Decíamos ayer que la grandeza futbolística se crea, pero no se destruye. Es decir, que una vez que te atrincheras en el Olimpo balompédico ya no hay orden judicial ni manada de antidisturbios rabiosos que puedan desalojarte de allí. Siempre, pase lo que pase, cuando alguien eche un vistazo al palmarés, los grandes seguirán estando allí. Y eso, estimados camaradas, es lo que le ocurre al Sevilla Fútbol Club. Superó a su región, y por supuesto a su ciudad, para convertirse en grande de Europa. A base de éxitos incontestables se instaló en la grandeza. Y, si el refranero patrio es cierto, y el dinero llama al dinero, qué duda cabe que la grandeza llama a más grandeza. Por eso, porque nuestro equipo se agiganta, porque nuestro escudo pesa en el continente, porque en el fútbol es normal que los grandes disputen cosas grandes, nuestra casa vuelve a vivir este jueves nada más y menos que unas semifinales de competición europea.

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