La sonrisa merecida

Caí en la cuenta cuando lo vi saltar al campo aquel viernes, tan cercano aún en el calendario y tan lejano en todo lo demás. Las gesticulaciones, la sonrisa nerviosa, la ilusión de un chaval. Nada parecía haber cambiado, que trece años no es nada y que, febril, la mirada, te busca y te nombra. Pero fue ahí cuando me percaté. Y es que hay símbolos tan asimilados por el colectivo que cuesta recordar el momento en el que aún no existían. Da igual que sean relativamente recientes, como la maravilla que parió la guitarra de Javier Labandón. En los instantes previos al partido contra la Real Sociedad apareció una figura que obligaba a rebobinar la película. Caparrós, don Joaquín Caparrós Camino, jamás había escuchado el himno del centenario desde el banquillo local del Sánchez-Pizjuán. Volví a echar cuentas, no tenía sentido. ¿Cómo carajo era aquello posible? ¿Qué clase de tropelía se había estado cometiendo ante nuestros ojos? Sólo por corregir esa injusticia histórica ya encontraba razón de ser esta efímera segunda etapa de Caparrós como entrenador del Sevilla.  Sigue leyendo

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Sesión continua

PEX CORRESPONSALÍA SANTIPONCE Estaba esperando al 12 en la avenida de Pino Montano, hace dos domingos, y llegó un chaval con la cara llena de barrillos. Coño, ¿desde cuándo no veía yo un nota de 16 o 17 años con la cara como el culo de un pavo? Que quede claro que admiro el cutis finísimo de los niños de ahora. Si son más altos, más guapos y con mejor manejo del secador que nosotros a su edad, ole sus huevos. Pero me llamó la atención por la de años que no veía algo que hasta hace poco era muy normal. Como los niños con las rodillas o los codos llenos de postillas o, directamente, enyesados. O como los carteles de cine en la calle. Antes había montones de carteles de cine por la calle. Generalmente por el centro, pero tampoco eran raros si estabas en una zona con cine, como la parte del colegio de los Moros, que tenía al lado el cine Delicias. En San Marcos, enfrente del balcón de mi abuela, había uno, en la acera donde estaban los billares. En esos billares el viejo le ganó a mi tío unas Ray Ban de aviador guapísimas, las primeras gafas de sol que le conocí. Le dijo, Enrique, si te meto un 9-0, ¿me das las gafas? Mi tío era mucho mejor que él al futbolín. Desde chico, se dejaba caer por aquellos billares y calentaba a tíos mayores, tíos adultos, cuando él tenía 10 o 12 años. Pero mi viejo tenía una mala hostia protocaparrosiana que no se la saltaba un fraile, así que le metió ese repaso, que a mi tío, además de las gafas, le costó un señor cabreo de su novia, que se las había regalado. Sigue leyendo

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La grandeza no se negocia

Conviene recordarlo siempre. Ni cuando el equipo entrega su escudo por los campos del país, ni cuando lo regala en el nuestro (esto sucede poco, afortunadamente, pero sucede). Ni cuando las cosas vengan, de verdad, mal dadas. Nunca. La grandeza ni se pierde ni se compra ni se vende. Más allá de lo que cada uno opinase desde chico, lo cierto es que la grandeza objetiva, la irrebatible, es relativamente nueva; poco más de una década desde que empezara el diluvio de títulos. A algunos quizás les cueste asimilarlo. Desde esta humilde bitácora, en cambio, preferimos tenerlo presente para poder disfrutarlo más y mejor: el Sevilla Fútbol Club es un grande de Europa.  Sigue leyendo

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¿Tendría usted una limosna, señor?

Dubitativo, apocado, se encamina hacia el señorito arrastrando los pies y sus penurias. Cuando llega, ha de esperar a que el señor se digne a mirarle; está muy ocupado paladeando su soberbia. Por fin, le concede unos segundos. Qué pasa, qué quieres ahora. Alargando las vocales, simulando hartazgo para minar la moral. Y el pobrecito de provincias suspira, se quita la boina, la dobla entre sus manos como quien retuerce su propia suerte, y le explica al señor. Oiga, que se se me ha puesto malo el chiquillo, mire usted qué desgracia, y a ver si no tendría un dinerillo suelto por ahí para pagar lo que le hace falta. Yo sé que usted es muy bueno, que me tiene aquí en la gloria, que tengo mi propio catre y a veces hasta me deja acercarme a la candela. Hágame el favor, una limosna nada más, y por los santos del cielo le juro que pediré a dios por usted más todavía de lo que ya pido.

Si un partido de fútbol pudiese escribirse como la escena de un guión, las visitas del Sevilla al Santiago Bernabéu serían calcadas a las descritas en el párrafo anterior. No la de hoy, todas. Da igual quién se siente en el banquillo, lo mismo da qué jugadores conformen el once titular. Y poco importa el momento de la temporada en la que llegue el choque, o si éste aparece en mitad de una dinámica positiva o negativa. Por supuesto, el buen desempeño en competiciones europeas o en tu propio feudo se queda en minucia. Todo se esfuma en el momento exacto en el que el Sevilla pone un pie en el AVE, se le salen los ojos mirando por la ventana y se pregunta por qué corren tan rápido para el otro lado los postes del tendido eléctrico mientras acaricia con dedos temblorosos la milana, la milana bonita.

La goleada de hoy en Madrid no ha sido ni bonita ni fea, sólo ha sido otra. Es cierta una cosa: el Sevilla hace el ridículo año tras año, de forma sistemática, en los campos más importantes del fútbol español, y eso no es óbice para que los objetivos se cumplan o se dejen de cumplir. Es muy molesto, pero no definitorio. Tan verdad es como que se me ocurren al menos nueve equipos de Primera que, con las bajas que el Real Madrid actual presentaba para el partido de hoy, tendrían bastantes opciones de ganar o empatar el partido. No digo que lo consiguieran, pero al menos crearían peligro, marcarían goles y, a partir de ahí, pues ya se vería si tenían el día bueno o qué. El Sevilla no, el Sevilla nunca. Jamás.

Básicamente, porque el primer paso para vencer un partido es pensar que puede lograrse. Eso que en el Sánchez-Pizjuán ocurre venga quien venga, incluso se ponga el resultado como se ponga, en Madrid se desvanece. Y lo hace ya desde el mismo miércoles, cuando el cuerpo técnico le otorga una importancia desmedida a un partido en Eslovenia que no la tiene, y desgasta a sus titulares para un mero trámite. Son ganas de empequeñecerse. Pero nada comparado con saltar al césped como el que va al dentista, cerrando los ojos y deseando que pase pronto, duela lo que duela.

Sólo así se explican los arranques de partidos como el de hoy, como el de cualquier otra temporada allí. Sin ir a cabecear un córner en el primer minuto, pidiendo perdón por cada pase bien dado, como si fuera un atrevimiento reprochable. Y, si por lo que sea se llega al área, nada de tirar fuerte, que al señor no se le mueva ni un pelo engominado. Que te cojan como víctima favorita los dos mejores jugadores del mundo jode, pero tiene un pase. Ahora, que lo haga también Nacho, ya suena una mijita a cachondeo.

Todo lo que viene después es lo que el señorito quiera hacer. Si está frustrado o con ganas de divertirse, irá a por ti y tú procurarás no incomodarlo demasiado. Cuando se aburra o se olvide de tu existencia, podrás marchar. Y agacharás la cabeza y musitarás que dios te bendiga, señor. Que dios te bendiga. Quizás nos venguemos si le cojo desprevenido por mis humildes tierras. Pero no se preocupe, el año que viene vuelvo, puntual a la cita, con la boina entre las manos.

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La coña del fútbol no se detiene en Anfield

Si el fútbol es una coña constante, un partido en uno de sus templos a nivel mundial tiene que reforzar el argumento y serlo de principio a fin. Para qué perder el tiempo elucubrando sobre el espectáculo visto. No le den más vueltas, no tiene sentido; si lo lógico fuese inherente a este deporte iba a verlo un guardia. Por eso, un equipo que, en condiciones normales, habría salido goleado del estadio del Liverpool, ha terminado empatando y no ha vencido de milagro. Sigue leyendo

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El grosor de la piel

Apenas le encuentro cosas positivas a lo de cumplir años. Si acaso, la experiencia. La posibilidad de tamizar un suceso por la memoria y calibrarlo en una medida más justa de lo que el calentón permite. Y ocurre con todo, ¿eh? Con el fútbol también. O mejor dicho: sobre todo con el fútbol. Ser aficionado a este deporte posibilita instalarse en una ilusión constante, donde cada año ofrecen la opción, por remota que sea, de enmendar errores pasados. De aprovechar las oportunidades que tanto llevas malogrando. Eso, en la vida real, es quimérico. El tren se escapa y tú ni siquiera sacas la mano para despedirlo, no vaya a ser que te haga parecer aún más estúpido. Pero el fútbol es diferente, es una serie que no tiene final. A estas alturas, todos hemos aprendido que cada verano se estrena una nueva temporada. Y los relevos de actores son obligatorios.

Por tanto, poco drama cuando un buen jugador se marcha. Poco o ninguno, en realidad. Hasta se me escapa una sonrisa recordando un gol excepcional, una actuación inspirada. O incluso alguna anécdota o declaración interesante. Lo que nunca se me ocurren son reproches. Si el que se va me gusta, es porque rindió mientras le tocó defender al Sevilla. Luego se marcha, como todos. Porque un club más fuerte económicamente le ofrece dinero o porque la edad (también como a todos) comienza a pisarle los talones. Algunos se enfadan si la manera de irse no se ajusta a sus deseos. Las famosas formas, maná para el ofendido. Yo acepté que aquí cada uno se busca sus habichuelas y que, en ocasiones, las cosas vienen como vienen. El jugador no puede controlar los aspectos tan azarosos que rodean a un fichaje. En las salidas, lo único que me importa es el fin, el qué, y no el cómo.

En esto, la prensa tiene un papel fundamental, que da para otra reflexión. Ni el Sevilla ni ningún equipo del mundo genera contenido relevante del que informar 365 días del año. Por tanto, se ven obligados a convertir lo accesorio en importante. Por mucho que se empeñen, todos los detalles de una negociación no son trascendentes. Pero las webs han de actualizarse a diario, y los periódicos salen con casi las mismas páginas en verano que en otoño. Aún recuerdo la tabarra que nos dieron con las salidas de Emery y Sampaoli. Se iban a ir, ¿no? Pues ya está, hombre. No me seas más coñazo. El ruido sólo puede enturbiar el recuerdo que el futbolista deja.

Me da repelús la gente crecidita con la piel fina y que, lejos de intentar aumentar su grosor, se desvive por reducirlo. Por tanto, para todo futbolista que se va, buena suerte y hasta luego. Esto está montado así, y el aficionado no tiene que volverse loco. Sin embargo, algo me frena si pretendo glosar las cuantiosas virtudes futbolísticas de Vitolo. Algo me impide rememorar, por poner un ejemplo, aquella descomunal noche en Mönchengladbach. Alabar su entrega intachable mientras estuvo aquí. Este texto debería ser otro, e ilustrarse con una foto del canario sonriendo y formando un corazón con sus dedos. Pero no me sale. De verdad que no me sale. Cada verano, filtro la información que consumo, tiro de experiencia y pongo media sonrisa en las despedidas. No sé si es una actitud madura, pero desde luego la considero más sana. Pues joder, qué rematadamente mal ha tenido que hacer las cosas Vitolo para que lo único que me salga sea desear que le vaya lo peor posible en su carrera. A un tío que ha ganado aquí tres uefas. Manda cojones.

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Primavera sin plata

Perder es lo normal. La frase no es mía, pero me identifico tanto con ella como si lo fuera. Romper boletos no premiados, el alcoholizado regreso a casa sin medio ligue a la vista, que los de selección de personal descubran la porosidad de tu CV al contacto con su ano. Que en la radio no suene tu canción favorita, o al menos una que te guste. Eso es lo habitual, y por eso es tan bonito cuando ocurre lo contrario. En el fútbol, el axioma se multiplica. En todos los países, cada temporada vencen un puñado de elegidos, pero la amplia mayoría no. El 99% pierde. Año tras año. Que el Sevilla haya conquistado tres uefas consecutivas supone tal excepcionalidad que podría compararse al avistamiento de ballenas barbadas en Utrera. Incluso el equipo con mejor palmarés en la Champions la pierde (o no la disputa, que es peor) nueve años por cada uno que la gana. Sigue leyendo

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El Sevilla de Monchi

Él no se acordará. Yo tenía veintipocos años, y un profesor me encargó mi primera entrevista. Era un simple trabajo universitario, con la idea de darnos soltura y poco más. Pero, pese a que el texto no se publicaría en ningún sitio, el personaje debía ser relativamente famoso. Yo probé con Monchi, y accedió. No tenía por qué, pero me abrió su despacho y se mostró afable. Estuve allí dos veces ya que, siempre tan perspicaz, la primera vez olvidé hacer las fotos. En la segunda visita, él ya había leído la entrevista (ahora que lo pienso, debo de guardar la transcripción de aquella charla por algún lado). Finalmente, cuando le pregunté si le importaba que la compartiera en un foro sevillista, se retrajo y me dijo que sí, que eso lo leía la prensa y no quería que le dieran palos. Sigue leyendo

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La toalla tirada en el vestuario

No eran fáciles aquellas mañanas. Apenas habíamos descubierto que, con la cadencia propicia, podíamos expulsar un líquido blanquecino para desfogarnos. Pero aún desconocíamos todo lo que se puede anhelar entre el primer y el penúltimo sorbo a un vaso. Y hacía frío. Aunque vivamos al norte de África, hacía frío. Y las mañanas eran complicadas porque tocaba levantarse sabiendo que te enfrentabas a uno de los equipos chungos. A los entrenados por tipos que gritaban tu dorsal para señalarte, y que contaban con jugadores que, amablemente, te mostraban tus dos opciones: o no marcar ni un gol más o conservar el tobillo. Por no hablar de tener que protegerte de una lluvia de piedras, de escupitajos por la espalda o de árbitros con más miedo que tú. En definitiva, eran mañanas de aguantar el temporal. De saber que el único resultado posible (por aquello de aferrarse a la vida) era la derrota. Para mí, que venía de competir en equipos que ganaban siempre, ese cambio fue tan chocante como instructivo. Aún no lo sabíamos, pero De Gregori hablaba de nosotros en una de las más bellas canciones que jamás se escribieron sobre fútbol. En la vida, con el tiempo, dejaríamos de tener miedo a tirar un penalti. Sigue leyendo

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El silencio

Franco Vázquez, en una maniobra absurda, se gira y hace un boquete en la barrera. El tiro de Durmisi, nacido para morir en su pecho, acaba entrando en la portería. Delirio verdiblanco. Éxtasis en La Palmera. No se vive tal algarabía desde la presentación de Denilson. Pero es más que comprensible: llevan mucho tiempo sin poder hacerlo. Siete largos derbis sin cantar un mísero gol, siete. El ruido es ensordecedor, y el estadio parece que se va a caer. Los cimientos, los nuevos y los viejos, tiemblan. La afición se embelesa, retoza y se frota los ojos vidriosos. Marcarle al Sevilla es lo más parecido a un título que han paladeado últimamente, y toda esa amargura contenida tiene que salir por algún lado. Sigue leyendo

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